Amor azul


 
 
 
 
 
 
 
 A mamá, y a papá y mamá, 
 por dejarme ser una sirena
 
 
 
 Hay un sorprendente número de similitudes entre ser socorrista y ser director de cine. En ambos casos uno se sienta en una silla con el nombre del cargo para observar todo lo que ocurre a su alrededor, entorna los ojos con fuerza por el sol, que deslumbra, o por las luces cegadoras del estudio y grita «¡DEJA DE HACER ESO!» a los niños que salpican a las madres que se pasan el día bebiendo…, y no es muy distinto de gritar «¡CORTEN!» a los actores.
 Aquí sentado en la garita del socorrista siento que tengo el control, como si pudiera dirigir la película de mi vida y a todo el mundo que aparece. Por eso, cuando Dominic viene pisando el césped artificial que rodea la piscina del Santa Monica Beach Club —con sus Havaianas doradas favoritas en la mano para notar el césped entre los dedos de los pies—, mi cerebro se pone directamente en modo director de cine. Encuadro en mi mente la toma de establecimiento del club, la piscina llena de familias durante el único horario en el que puede haber niños los domingos por la mañana, los camareros entrando y saliendo de cámara cerca de las tumbonas y las cabañas mientras ofrecen el brunch a los miembros que acaban de llegar de la playa después de mojarse los pies en el océano Pacífico. Luego, la cámara de mi mente hace un primer plano de Dominic, su pelo negro perfectamente despeinado, sus ojos verdes clavándose en los míos y sus labios que esbozan una sonrisa que dice mucho: está feliz de verme, con ganas de besarme, ansioso de revivir lo que hicimos hace un par de noches después de que mi madre se fuera a dormir y nos quedáramos despiertos para «ver comedias románticas» y «analizar su estructura».
 Solo que eso no es lo que sucede. Hago un primer plano de mi novio, pero él no me mira. Los ojos de Dominic están fijos de manera permanente en el suelo, tiene el ceño fruncido grabado en la pálida frente mientras murmura algo para sí mismo. Estoy demasiado lejos para saber qué dice, pero parece que está practicando algo. Se parece a los niños del departamento de teatro cuando susurran frases para asegurarse de que se las saben. Por esa cara que pone, que parece a punto de vomitar, lo que tiene que decir no es bueno.
 Quiero gritar «¡corten!», como cuando estoy dirigiendo mis cortos románticos para la clase de cine. Quiero editar ese ceño fruncido y ese balbuceo nervioso de la cara de Dominic. O tal vez saltar al océano con él como hacemos cada fin de semana, para que el agua salada disuelva sus preocupaciones antes de besarlo mientras las olas nos lamen la cintura.
 El temor en las entrañas aumenta conforme Dominic se va acercando, con el ceño cada vez más fruncido y unas arrugas más marcadas. Toqueteo el anillo de promesa que me regaló las pasadas navidades, un hábito nervioso que normalmente me calma, pero ahora no. Cuando Dominic se detiene a los pies de la escalera blanca perfectamente pulida que sube hasta mi asiento, levanta la vista por fin.
 Centro la mirada poco a poco para enfocar sus labios de ese rosa perfecto justo cuando me suelta las peores tres palabras que a uno le pueden decir:
 —Tenemos que hablar.
 ¿Cómo puede ser que tres simples palabras a uno lo hagan sentir como si toda su vida se fuera a ir al traste? Todo el mundo sabe lo que significa «tenemos que hablar». Es el principio de casi todas las escenas de ruptura de cualquier comedia romántica, el género que he visto prácticamente todos los días durante los últimos tres años. Sin embargo, la ruptura no debería formar parte de la comedia romántica de mi vida. Tenía que acabar los últimos meses del penúltimo año del instituto con Dominic a mi lado, animándome en las eliminatorias y después en las competiciones estatales de natación, ir a la presentación de la muestra de películas que me ha ayudado a montar, bailar en la graduación, ayudar a su madre a organizar su fiesta de graduación de último año unas semanas después, y luego pasar juntos un verano perfecto antes de que él se mude a la Universidad Estatal de California, en Northridge, en septiembre. Hasta el último momento sería la mejor comedia romántica de la vida real, pero me da que Dominic tiene otros planes.
 A ver, un momento, que no me ha dejado todavía. Puede que todo esto sea un gran malentendido, que yo esté dejando que esta obsesión por la trama rellene los espacios en blanco.
 —Sean, ¿me has oído? —Ahora está chillando y, de repente, somos el centro de atención. Las madres que beben mojitos y los autoproclamados gais fiesteros giran la cabeza hacia nosotros. Me pongo rojo como un tomate. Si quiero estar detrás de la cámara es por algo. No soporto que todo el mundo me mire—. He dicho que tenemos que hablar.
 Se oyen algunos susurros en la piscina. No soy el único que sospecha lo que está a punto de suceder. Uno de los fiesteros tiene la desfachatez de abrir la boca en forma de O, de manera muy exagerada, se golpea un lado de la cara y le dice a un colega:
 —Mary, la que se va a liar.
 Será mejor que vaya a donde está Dominic para que, si sigue con lo que creo que está haciendo, no sea delante de todo este público.
 —Espera. Un segundito.
 Le envío un mensaje rápido a Kavya, que está sentada en el puesto al otro lado de la piscina.
 Voy a comer.
 Como le diga la verdad de lo que está pasando, montará una escenita todavía más grande. Ella me apoya en todo, pero lo último que necesito ahora mismo es que haga otro anuncio