Author/Uploaded by Susan Abulhawa
ÍNDICE I. KUWAIT El cubo, este Baila, río rubí Um Buraq II. IRAK El cubo, oeste Seis meses III. JORDANIA El cubo, norte Tierra inestable IV. PALESTINA El cubo, sur Los estratos de la ausencia Un mundo debajo y «nuestro lugar» arriba V. JORDANIA, OTRA VEZ El...
ÍNDICE I. KUWAIT El cubo, este Baila, río rubí Um Buraq II. IRAK El cubo, oeste Seis meses III. JORDANIA El cubo, norte Tierra inestable IV. PALESTINA El cubo, sur Los estratos de la ausencia Un mundo debajo y «nuestro lugar» arriba V. JORDANIA, OTRA VEZ El cubo, arriba y abajo El dinero ablanda el corazón VI. PALESTINA, SIEMPRE El cubo, el espacio intermedio Anatomía del hogar Teoría del caos La cosecha Regreso a casa Un tiempo para nosotros Historia de redención VII. ENTRE LIBERTADES El cubo, el más allá inalcanzable Día uno Semana dos Semana tres Semanas cuatro y cinco Semanas seis, siete, ocho y nueve Dicha Agradecimientos Glosario Acerca del autor Créditos Planeta de libros I. KUWAIT EL CUBO, ESTE Vivo en el Cubo. Escribo sobre los bloques de cemento lustrosos y grises del muro con lo que sea que pueda: con mis uñas antes y con lápices ahora que los guardias me traen algunos suministros. La luz entra por la pequeña ventana de bloques de vidrio que está en la parte más alta de la pared y a la que solo llegan las criaturas reptantes de muchas patas que también viven aquí. Tengo aprecio por las arañas y hormigas que establecieron dominios independientes y que logran evitarse entre sí en nuestro universo de nueve metros cuadrados. La luz de un mundo más allá de este, con un sol, una luna y estrellas, o tal vez solo focos fluorescentes —no podría asegurarlo—, se filtra por la ventana en un prisma que desciende sobre la pared en patrones rojos, amarillos, azules y morados. A veces se deslizan sobre la luz las sombras de las ramas de un árbol, de animales que transitan por allí, de guardias armados o, tal vez, de otros prisioneros. Una vez intenté llegar a la ventana. Apilé todas mis posesiones sobre la cama: una mesita lateral, la pequeña caja donde guardo mis artículos de aseo personal y los tres libros que me dieron los guardias (traducciones al árabe de La lista de Schindler, Cómo ser feliz y Always Be Grateful). Me estiré lo más posible sobre el montón de cosas, pero solo alcancé una telaraña. Cuando mis uñas eran fuertes y pesaba un poco más que ahora, traté de llevar cuenta del tiempo como lo hacen los presos, con una línea en la pared para cada día en grupos de cinco, pero pronto me di cuenta de que los círculos luminosos y oscuros en el Cubo no equivalen a los del mundo exterior. Fue un alivio percatarme de ello, porque seguirle el paso a la vida más allá del Cubo había empezado a pesarme. Abandonar la imposición de un calendario me ayudó a comprender que el tiempo no es real; no tiene lógica en ausencia de la esperanza o la anticipación. El Cubo está desprovisto de tiempo. En lugar de ello, contiene una extensión profunda de algo innombrable, sin presente, futuro o pasado, que lleno con fragmentos imaginarios o recordados de la vida. En ocasiones llegan individuos a visitarme. En su cuerpo y en sus palabras portan el ambiente del mundo, donde las estaciones y el clima cambian; donde los autos y aviones, barcos y bicicletas, transportan gente de un sitio a otro; donde los grupos se reúnen para jugar, comer, llorar o ir a la guerra. Casi todos mis visitantes son blancos. Aunque no puedo saber si es de día o de noche, es fácil discernir las estaciones del año en ellos. En verano y primavera, el sol resplandece desde su piel. Respiran con facilidad y portan el espíritu de las cosas que florecen. En invierno llegan pálidos y desencajados, con sombras bajo los ojos. Venían más antes de que mi pelo encaneciera, y en su mayoría eran empresarios de la industria de las prisiones (tal cosa existe) que esperaban a evaluar el Cubo. Estos mirones bien vestidos siempre me dejaban con una sensación de vacío. Los reporteros y los trabajadores de derechos humanos siguen viniendo, aunque no con tanta frecuencia como antes. Luego de que aparecieron Lena y la mujer occidental, dejé de recibir visitas por un tiempo. Cuando vino a entrevistarme la mujer occidental, que parecía tener un poco más de treinta años, la guardia me permitió sentarme en la cama en lugar de esposarme a la pared. No recuerdo si se trataba de una reportera o si trabajaba en derechos humanos; incluso pudo haber sido novelista. Le agradecí que trajera a una intérprete, una joven palestina de Nazaret. Algunos visitantes ni siquiera se tomaban la molestia y esperaban que yo les hablara en inglés. Por supuesto que puedo hacerlo, pero no me resulta fácil enunciarlo y no tengo interés en complacerlos. Le interesaba saber de mi vida en Kuwait y quería hablar sobre mi «sexualidad». Todos quieren saber historias sobre mi vagina. Se atreven a tantas cosas y se toman libertades con palabras que no tienen derecho a pronunciar. Me preguntaron si es cierto que fui prostituta. —¿Piensa que la prostitución tiene que ver con la sexualidad? —le pregunté. Un momento de confusión cruzó por su rostro. —No, claro que no —respondió al final—. Sigamos adelante. Era alta y su pelo castaño estaba atado holgadamente a la espalda. Vestía de jeans con una sencilla blusa color crema, un saco y zapatos negros cómodos. No llevaba maquillaje. No me simpatizó. Me cayó bien la intérprete, que era pequeña y morena como yo, y que llevaba unos Converse rojos con catorce puntos negros en las suelas blancas de goma. Un punto, luego un grupo de nueve puntos y después cuatro puntos: 194, el código que usábamos para evadir a la vigilancia israelí. Así se armaban los mensajes ocultos a partir de la primera, luego la