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La estrella de la mañana

Author/Uploaded by Karl Ove Knausgård

Título de la edición original: Morgenstjernen Edición en formato digital: febrero de 2023 Publicado con la ayuda de NORLA © imagen de cubierta, Piyanat Nethaisong. Diseño de Duró © de la traducción, Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, 2023 © Forlaget Oktober, 2021 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2023 Pau Claris 172, Principal 2ª 08037 Barcelona ISBN: 978-84-339-1835-2 Composición digital: www.acati...

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Título de la edición original: Morgenstjernen Edición en formato digital: febrero de 2023 Publicado con la ayuda de NORLA © imagen de cubierta, Piyanat Nethaisong. Diseño de Duró © de la traducción, Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, 2023 © Forlaget Oktober, 2021 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2023 Pau Claris 172, Principal 2ª 08037 Barcelona ISBN: 978-84-339-1835-2 Composición digital: www.acatia.es [email protected] www.anagrama-ed.es ÍNDICE Portada Primer día Arne Kathrine Emil Iselin Solveig Kathrine Jostein Turid Arne Kathrine Iselin Jostein Turid Segundo día Egil Solveig Vibeke Arne Turid Jostein Sobre la muerte y los muertos un ensayo de Egil Stray Agradecimientos Créditos Para Michal Y en esos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos. PRIMER DÍA ARNE El repentino pensamiento de que, mientras la oscuridad caía sobre el mar, los chicos dormían en casa, detrás de mí, era tan agradable y pacífico que cuando me llegó no lo dejé ir, sino que intenté retenerlo y descubrir lo bueno que había en él. Habíamos echado las redes unas horas antes, así que las manos aún les olerían a sal, pensé. Como no les había dicho nada al respecto, no se las habrían lavado. Les gustaba hacer la transición entre el estado de vigilia y el sueño lo más breve posible; al menos solían quitarse la ropa a toda prisa, meterse debajo del edredón y cerrar los ojos sin apagar siquiera la luz, si yo no me entrometía con mis exigencias, como que se cepillaran los dientes, se lavaran la cara y colocaran la ropa con cuidado en la silla. Esa noche no dije nada, y ellos se deslizaron dentro de sus camas como una especie de animales tersos y brillantes, de largos miembros. Pero no era eso lo que resultaba tan agradable al pensamiento. Era la idea de la oscuridad, que caía con independencia de ellos. Que estuvieran durmiendo mientras fuera de su habitación la luz se retiraba de los árboles y del sotobosque para seguir resplandeciendo débilmente un rato más en el cielo, antes de que también este se oscureciera, y la única luz del paisaje fuera la de la luna reflejada de modo espectral en la superficie del agua de la cala. Sí, eso era. Que nada se detuviera nunca, que todo siguiera su curso, que el día se convirtiera en noche, que la noche se convirtiera en día, que el verano se convirtiera en otoño y el otoño en invierno año tras año, y que ellos formaran parte de aquello en ese instante, profundamente dormidos en sus camas. Como si el mundo fuera un espacio que visitaban. Las luces rojas de la punta de la antena centelleaban en la oscuridad sobre los árboles del otro lado. Debajo se vislumbraba la luz de las cabañas. Di un sorbo de vino y agité ligeramente la botella, porque estaba demasiado oscuro para ver lo que quedaba. Algo más de la mitad. Cuando era pequeño, mi mes favorito era julio. No es de extrañar, pues es el mes más infantil y sencillo, con sus largos días, llenos de luz y calor. De adolescente, lo que más me gustaba era el otoño, la oscuridad y la lluvia, tal vez porque añadía a la vida una seriedad que me parecía romántica, y contra la que podía defenderme. La infancia fue la época para correr a todas partes y simplemente existir, la juventud fue el descubrimiento de la extraña dulzura de la muerte. Ahora lo que más me gustaba era agosto. Tampoco eso era de extrañar; me encontraba en medio de la vida, en ese lugar del tiempo en el que las cosas concluyen, en el estancamiento lentamente creciente de la sobreabundancia, el momento antes de empezar a vaciarse y acallarse, y acabar en un declive igual de lento. ¡Oh, agosto, con tu oscuridad y tu calor, tus ciruelas dulces y tu hierba seca y quemada! ¡Oh, agosto, con tus mariposas marcadas ya de muerte, y tus avispas enloquecidas por el azúcar! El viento subía por la pendiente, lo oía antes de notarlo en la piel, y en las copas de los árboles las hojas crujieron un breve instante sobre mi cabeza, antes de volver a calmarse. Se podría imaginar un poco como una persona dormida que se da la vuelta en la cama después de haber estado quieta mucho rato, y vuelve a encontrar enseguida la calma. En la roca de más abajo apareció una persona. Aunque a esa distancia una figura tan vaga era imposible de identificar, sabía que era Tove. Iba andando por la resbaladiza roca, suavemente inclinada, subió al muelle y se alejó por el sendero de la cuesta. Al poco rato oí sus pasos en el suelo cubierto de hierba, justo debajo del jardín. Me quedé quieto. Si ella estuviera atenta me vería, pero hacía días que no lo estaba. –¿Arne? –dijo, y se detuvo–. ¿Estás ahí? –Estoy aquí –contesté–. Junto a la mesa. –¿Estás sentado a oscuras? ¿Por qué no enciendes la luz? –Ahora mismo –dije, y encendí con el mechero el farol que había en la mesa delante de mí. La mecha ardía con una llama clara y profunda, mientras el brillo que emitía con sorprendente fuerza formaba una cúpula de luz en la penumbra. –Voy a sentarme un poco –dijo ella. –Sí, muy bien –dije yo–. ¿Quieres un poco de vino? –¿Tienes vasos? –Aquí no. –Entonces no –dijo, y se sentó en el sillón de mimbre, al otro lado de la mesa. Llevaba un pantalón y una camiseta cortos, y unas botas de goma que le llegaban hasta las rodillas. Su cara, que siempre había sido un poco regordeta, estaba hinchada por la medicación. –Pues yo sí que voy a beber un poco –dije, y me serví en el vaso–. ¿Qué tal el paseo? –Bien. Mientras andaba, se me ocurrió una idea. Así que he vuelto corriendo. Se levantó. –Voy a empezar ahora mismo. –¿El qué? –Una serie de cuadros. –Pero son casi las once –objeté–. También necesitas

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