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El jardín de Olavide

Author/Uploaded by Nuria Quintana

A todas las mujeres que nacieron con unas ganas abrumadoras de aprender, pero el mundo les negó el conocimiento CAPÍTULO 1 Diciembre de 1870 Victoria La noche más larga de aquel año dio comienzo bajo una niebla densa y sepulcral. A través del cristal húmedo de mi cuarto, observé el lento avance del manto blanco que fue desdibujando los contornos del jardín hasta sellar cada uno de sus rincones....

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A todas las mujeres que nacieron con unas ganas abrumadoras de aprender, pero el mundo les negó el conocimiento CAPÍTULO 1 Diciembre de 1870 Victoria La noche más larga de aquel año dio comienzo bajo una niebla densa y sepulcral. A través del cristal húmedo de mi cuarto, observé el lento avance del manto blanco que fue desdibujando los contornos del jardín hasta sellar cada uno de sus rincones. Cuando el reloj de pared anunció la medianoche, la hora acordada, aquella bruma se había instalado definitivamente alrededor del palacio. Me puse en pie, cogí mi capa y abandoné la calidez del edificio, sumergiéndome en el ambiente húmedo y penetrante de la noche. El carruaje aguardaba fuera, detenido en medio de la neblina. Atravesando la oscuridad, me condujo hasta el extremo opuesto del jardín. Las demás esperaban mi llegada en lo alto de una ladera. Cuando el coche se detuvo, escondí mi rostro bajo la capucha para protegerme del frío invernal y descendí del carruaje. Mis amigas, apenas cuatro siluetas oscuras y desdibujadas en la negrura de la noche, avanzaron hacia mí. Al unísono, prendimos los candiles y el resplandor iluminó un edificio de piedra situado en lo alto de la colina, envuelto en las redes de un rosal. En silencio, nos dirigimos hacia él. Galia, la mayor de las cinco, se situó delante para marcar el ritmo. Su voluminosa figura se deslizaba por la ladera con movimientos pausados. A su alrededor había algo intangible y poderoso: un aura invisible de solemnidad. Tras nosotras, las capas que cubrían nuestros vestidos se arrastraban por el manto de hojas secas con el suave siseo de una serpiente. Las llamas proyectaron sombras sobre la fachada del edificio, apresado por ramas desnudas y nudosas. La gran puerta de madera cedió bajo un crujido y, una a una, pasamos al interior en penumbra. La tibia luz de la luna llena atravesaba la niebla y se filtraba por las ventanas, bañando las estancias con un resplandor blanquecino. Sin detenernos, dirigimos nuestros pasos hacia el segundo piso. Subimos los peldaños mientras la madera crujía bajo nuestro peso y quebraba el silencio de la noche. Al llegar a una amplia estancia, el lugar habitual de nuestras reuniones, encendimos decenas de velas distribuidas en palmatorias doradas. Lo hicimos sincronizadas, movidas por el ritmo de una melodía que solo nosotras podíamos escuchar. Tras aquel ritual, ocupamos nuestro sitio alrededor de una mesa de madera presidida por un candelabro central de seis brazos. Con su calma habitual, Galia prendió el incienso aromático y dulce, que quedó suspendido en el ambiente húmedo de la habitación. Se situó frente a su asiento en uno de los extremos del tablero y solo entonces nos quitamos las capuchas. La luz del fuego bañó con un tono rojizo nuestros rostros. Alrededor no se escuchaba nada más que el crepitar de las velas y el lejano canto de las aves nocturnas. —Bienvenidas. —La voz de Galia, que resonaba con eco contra las paredes desnudas de la estancia, dio comienzo a la reunión—. Como sabéis, hoy celebramos el solsticio de invierno. A partir de esta noche, la luz crecerá y la oscuridad perderá su fuerza. A nuestro alrededor, la vida yace dormida, detenida por el frío. Debemos agradecer este descanso, porque los periodos de ausencia, silencio y vacío son necesarios para que la vida vuelva a nacer. Tras aquella bienvenida, nos hizo un gesto para que tomásemos asiento. Ella fue la última en hacerlo. Con elegante calma, extrajo una baraja del bolsillo de su capa y comenzó a entremezclar las cartas. En el más absoluto silencio, colocó la primera encima de la mesa. Cerró los ojos y comenzó a hablar: —Victoria, tú eres la primera. Al oír sus palabras, levanté la mirada hacia ella e hice un leve asentimiento en señal de respeto. Sobre sus párpados caídos se proyectaban sombras tintineantes al resplandor de la luz de las velas. —Esto es lo que veo para ti: sabiduría y amor. —Mientras revelaba el mensaje que tenía para mí, su concentración era tan intensa que sus ojos temblaban—. Hay algo más, la llegada inminente de alguien que colmará tu corazón, alguien que te necesitará más allá de los lazos familiares que os unirán. Requerirá tu presencia para encontrar su lugar, para hallar la verdad en su alma y guiarse a través de este confuso mundo. Con sus arrugadas manos, dispuso la siguiente carta sobre el tablero. Como si fuese el nexo entre este mundo y otro que se escapaba de la consciencia, alguien, desde el más allá, parecía estar dictándole lo que debía decir. Contrajo el rostro, elevándose su estado de concentración. —También percibo algo muy muy lejano —anunció. En su voz distinguí un matiz extraño, como si ella misma estuviese sorprendida por el mensaje que estaba a punto de revelar. Presté atención a sus palabras con un nudo en el estómago. —Algo intenta abrirse paso para llegar hasta mí —sentenció—. Veo un nacimiento inesperado dentro de muchos años. Mi corazón comenzó a latir con fuerza mientras Galia, sin abandonar aquel inquietante estado de ensimismamiento, ponía dos cartas más sobre la mesa. —Una fuerza opuesta a él, envuelta en oscuridad, intentará arrebatar el bebé a sus padres. —Abrió los ojos de golpe—. Victoria, cuando esto suceda, posiblemente tú ya no estés en este mundo. Sin embargo, lo que acabo de ver es algo certero, es importante que guíes a esa persona que está a punto de aparecer en tu vida. Es necesario que le transmitas tus verdades, lo trascendental, la fuerza y la magia de este jardín. Lo necesitará cuando ya no estés. Ante la precisión y la contundencia de su mensaje, quise intervenir y preguntarle a quién podría referirse. Como si pudiese leer mi pensamiento, se adelantó: —Cuando llegue a tu vida, lo sabrás. No debes inquietarte; para hallar determinadas respuestas tan solo es necesario esperar. Asentí con gravedad. Galia, con la misma calma y sin perder la concentración, comenzó a mezclar de nuevo la baraja. —Valentina, tú eres la

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