Hasta que el cielo se apague


 
 
 
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 Sinopsis
 
 
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 Epílogo
 
 
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 Sinopsis
 
 
 ¿Estarías dispuesta a vivir el amor de tu vida cuando tu vida se acaba?
 Debido a una grave enfermedad, a Daniela le quedan dos años de vida. Pero es un tiempo del que piensa disfrutar al máximo con su amiga Cat, que siempre la lleva a hacer locuras. Y una de las locuras de Cat termina con Daniela chocando (literalmente) con Yon Malcolm, el actor de moda del que está perdidamente enamorada… y con quien exprimirá los días de vida que le faltan.
 
 
 
 
 HASTA QUE EL CIELO SE APAGUE
 
 Natalia Torvisco
 
 
 
 
 
 
 
 1
 
 
 «Nadie en este mundo ni en ningún otro podrá afirmar nunca con seguridad que no tiene ningún defecto.» Esas eran las palabras que mi madre me decía cuando era pequeña, y yo las repetía una y otra vez, como un mantra. No entendía entonces a qué se refería, pero ahora, ya pasado el tiempo, puedo alcanzar a ver el propósito de aquella oración.
 Hoy, día 2 de octubre, cumplo veinte años. Esta edad, para la mayoría de las personas, es un tránsito; pasar del uno al dos es emocionante. Pero para mí solo es un número más, un grano de arena menos de un reloj demasiado pequeño.
 Me desprendo de las sábanas con cuidado y me quedo sentada al borde de la cama, contemplándome en la luna del armario. Me observo, casi riendo, y veo a una chica de aspecto sano, con las mejillas sonrosadas, el color más bonito que veré antes de que todo empeore.
 Arrugo la nariz. Un olor a frambuesa inunda mi habitación. Es el segundo cumpleaños que celebra mi padre con una venda en los ojos. A mí me pone de los nervios. Pero cuando recorro el pasillo y lo observo desde la puerta de la cocina tratando de evitar que la mermelada rebose torpemente de la tarta de queso, las ganas de reprocharle sus intentos de obviar la realidad se esfuman.
 Me acerco a la mesa, atravesando el suelo de la cocina de puntillas, huyendo del frío, y ocupo una silla en silencio mientras cojo mi medicación, preparada sobre una servilleta junto a un vaso de agua, y me la tomo.
 —Daniela, estás descalza —me regaña—. Vas a ponerte enferma.
 «Ya estoy enferma.»
 Sacude la cabeza y carraspea, siempre hace lo mismo cuando piensa.
 Mi padre me felicitó anoche a las doce en punto, nunca vuelve a felicitarme una segunda vez. Parece tener una lucha interna en cada cumpleaños. Su exterior lo celebra; su coherencia lo lamenta. Se lleva un poco mal con ella.
 Cuando termina con la mermelada, se da la vuelta con la tarta en las manos, sonriendo, con los ojos brillando de emoción. Hay una vela, una única vela. Dejó de poner los números desde que me diagnosticaron la FPI (fibrosis pulmonar idiopática). Ese día entró en la fase de negación, y, por mucho que luche por salir de ella, lleva dos años allí metido. Supongo que le pareció familiar regresar a ese rincón, después de pasar por lo mismo que había pasado con mi madre.
 Toso, un minuto. Ha sido corto.
 Fibrosis pulmonar idiopática. La primera vez que escuché ese término fue a los nueve años, cuando me dijeron que mi madre había tenido mala suerte. Mala suerte. La mala suerte de que le alcanzara una enfermedad que afecta en su mayoría a los hombres, a uno entre cien mil. Mala suerte, porque, encima, era mujer. Yo en aquel momento no comprendí qué suponía eso para nosotros. Solo lo comprendí —y lo creí— cuando la enterraron, cuatro años después. Yo tenía trece, una vida por delante y una mejor amiga. Mi padre me tenía a mí, y se volcó. Se volcó tanto que trató de cubrir el vacío que había dejado mi madre con lo único que le quedaba. Me sacó del colegio y me educó en casa. Supongo que, de algún modo, también pretendía salvarme y guardarme del frío. No era común, pero la fibrosis se debía a una mutación de un gen, yo corría riesgo. Quizá, debió de pensar, si no se resfría y no se enferma, no le pasará nada.
 Mala suerte.
 Cojo una cuchara y miro a mi padre mientras parte la enorme tarta después