Author/Uploaded by Javier Castillo
A Verónica, por llevar dentro, cada día, mi corazón No sirve de nada insuflar vida a un corazón sumergido en las aguas de un alma inerte. IntroducciónEl cuco El cuco no es un ave cualquiera. Pertenece a la familia de los cucúlidos, entre los que están los...
A Verónica, por llevar dentro, cada día, mi corazón No sirve de nada insuflar vida a un corazón sumergido en las aguas de un alma inerte. IntroducciónEl cuco El cuco no es un ave cualquiera. Pertenece a la familia de los cucúlidos, entre los que están los escurridizos correcaminos, los avispados koeles o los astutos críalos. Todos ellos tienen en común la alimentación con insectos, aunque algunas de las especies de cuco practican parasitismo de puesta, un desgarrador engaño de la naturaleza que consiste en el emplazamiento de los huevos propios en nidos ajenos para que los críe, los alimente y, en definitiva, los ame otra madre. Tras romper el cascarón y ver la luz del día la cría de cuco, nacida entre huevos de otra especie, despoja a sus hermanos adoptivos de toda esperanza, arrojándolos a un vacío que engulle a mordiscos a todo ser vivo incapaz de pelear por su vida. Arriba, en el resplandor del nido, el cuco crece bajo la calidez de una madre que lo abraza ignorante, incapaz de comprender el impacto de aquella semilla oscura plantada semanas antes mientras buscaba alimento. Ahora la cría a la que más protege, la única que recibe todo su amor, es aquella que jugó con la mentira y la avaricia para destruir todo lo que creó. Nota del autor Cualquier lector familiarizado con las zonas de Steelville y Park Hills en Misuri, la región de los altos Ozarks y la amplia extensión ocupada por el Bosque Nacional Mark Twain se dará cuenta de que he tratado de mantener las descripciones de estos sitios lo más cercanas a la realidad como me ha sido posible, con los límites que impone el excesivo uso de descripciones en el ritmo y el desarrollo de los acontecimientos. También debo admitir que me he tomado ciertas licencias para modificar algunos parajes, zonas de acceso y caminos de tierra por motivos puramente dramáticos. El lugar exacto de algunos de los emplazamientos en los que transcurre la trama es inventado, y cualquier parecido de esta novela con personas reales, vivas o muertas, casos abiertos o cerrados y situaciones particulares dentro de la historia o relacionadas con ella es fruto de la simple y omnipresente casualidad. Capítulo 1Charles FinleySteelvilleMisuri2017 Todos estamos hechos de cristal. Las manos de Charles agarraban fuerte el volante mientras el coche avanzaba a toda velocidad por una carretera empapada que brillaba bajo la implacable tristeza de una luna menguante. No podía disimular el miedo que sentía. Lloraba. Del mismo modo que se llora cuando has perdido la esperanza, como si el alma fuese un lago que se vertía desde los ojos. Había llegado un punto en que ni siquiera notaba las lágrimas que se deslizaban por su rostro y solo veía las gotas de lluvia subir por el cristal delantero. El vehículo rugía cada vez con más intensidad. Engullía las líneas de la carretera al mismo ritmo que latía su corazón. Le dolía el pecho de vivir con miedo y pensar en el futuro. Cambió de marcha en una suave y sinuosa curva que se perdía entre los árboles. Cuando dejó atrás el cartel de bienvenida al pueblo, recordó su rostro. Vio el pelo largo, los ojos vivos, los labios tristes y ese corazón que resurgió del fuego. Recordó el miedo a perderla y el temor de hacerle daño. Habían creado una burbuja y ahora tenía que romperla. La amaba, de eso no tenía duda, porque cada lágrima que se le escapaba estaba compuesta por pedazos de los dos. Se cruzó con los faros cegadores de un coche y cerró los ojos un instante: la vio reír, abrazarlo, y volvió a su mente la idea de que lo que habían vivido juntos era lo único inquebrantable. —Te quiero —dijo entre sollozos. Y abrió los ojos, pero ya era demasiado tarde. El volante vibró con fuerza al salirse de la carretera y Charles los Capítulo 2Cora MerloHospital Monte SinaíNueva York2017 Olvidamos lo frágil que es la vida hasta que un mal latido nos lo recuerda. Me desperté sintiendo el corazón en llamas, como si un incendio estuviese arrasando el interior de mi pecho. Tenía frío, me temblaban las manos, me faltaba el aire. Pero todo era peor por dentro. El fuego devastador que ardía bajo mi esternón parecía agotar el oxígeno que inhalaba y yo sentía cómo me devoraba sin control. Mi madre estaba postrada a los pies de la cama, con la mirada perdida en el suelo y unas ojeras que insinuaban una larga vigilia. Lloraba. Escuché sus sollozos entremezclados con el pitido de un monitor cardiaco que invadía la habitación y que marcaba, sin yo ser consciente aún, el inicio de mi caída. Una alarma comenzó a sonar y mi madre me miró asustada. Me fijé en la pantalla y, al ver que marcaba treinta y seis pulsaciones por minuto, sentí cómo toda la esperanza se desvanecía. Me había despertado para morir. Miré con pánico a mi madre y conseguí exhalar un «te quiero» antes de que fuese demasiado tarde. No se merecía esta despedida. —¡Cora! ¡Cora! —chilló aterrorizada—. ¡Ayuda! ¡Que venga un médico! Yo no tenía fuerzas para decir nada más. Cerré los ojos y..., de repente, me caí al vacío engullida por las llamas en mi corazón. Todo había comenzado un mes antes, justo el primer día de mi residencia médica en el hospital. Había sido admitida con beca a uno de los programas más importantes del país y llegaba tarde a la reunión de presentación del decano, el doctor Mathews, en la que se suponía que me asignarían el primer