Author/Uploaded by Taylor Caldwell
Índice Portada Dedicatoria Primera parte Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capí...
Índice Portada Dedicatoria Primera parte Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Segunda parte Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Tercera parte Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Capítulo 47 Capítulo 48 Capítulo 49 Capítulo 50 Notas Sobre Taylor Caldwell Créditos Al juez Edward L. y a Janet L. Robinson con afecto Primera parte «Pues él fue un verdadero león, un león rojo, el gran león de Dios.» SAN AGUSTÍN 1 –ES MUY FEO –dijo su madre–. Mis hermanos son todos guapos, y mi madre era famosa por su belleza, y yo misma no soy mal parecida. ¿Cómo es posible que haya dado a luz un niño tan repulsivo? –Da gracias de que tengamos un hijo varón –le advirtió su marido–. ¿Acaso no tuviste solo dos niñas muertas antes de este? Ahora tenemos un hijo. –Hablas como judío –dijo la madre, con un ligero gesto de su blanca y delicada mano–. Pero también somos ciudadanos romanos, y hablamos en griego, y no en el bárbaro arameo. Contempló al niño, en la cuna, con creciente melancolía y algo de aversión, ya que tenía pretensiones helénicas e incluso había escrito algunos poemas en pentámetros griegos. Los amigos de su padre hablaban de su buen gusto, mencionando a Safo, y su padre se había sentido altamente satisfecho. –Sin embargo seguimos siendo judíos –dijo Hilel ben Boruch. Se acarició la rubia barba y miró de nuevo al niño. Un hijo es un hijo, aunque no sea hermoso. Además, ¿qué es la belleza a los ojos de Dios, bendito sea Su nombre, al menos la belleza física? Había controversia, especialmente en aquellos días, sobre si el hombre poseía alma o no, pero ¿no había habido siempre controversia, incluso entre los devotos? La función del hombre era glorificar a Dios, y que poseyera alma o no, no tenía importancia. Hilel confió en que el hijo recién nacido tuviera un alma encantadora, pues ciertamente su aspecto no hacía estallar de gozo a las nodrizas. Pero, ¿qué es el cuerpo? Polvo, estiércol, orín, sarna. La luz interior era lo fundamental. Débora suspiró. Sus exquisitos cabellos, castaño rojizos, estaban solo en parte cubiertos por el velo, que era de una seda ligera y transparente. Sus grandes ojos azules, tan vívidos como el cielo de Grecia, tenían una expresión a la vez de inocencia, descontento e inquietud, semiocultos por sus rojizas y espesas pestañas. Todo el mundo, excepto su marido, la consideraba muy culta, y una matrona impresionante. Hilel ben Boruch era un hombre afortunado, decían sus amigos, pues Débora era famosa por su gracia, su encantadora sonrisa, ciencia y estilo, había sido educada por profesores particulares en Jerusalén, y era la preferida de su padre. Alta, de delicioso busto, con las manos y pies de una estatua griega, tenía diecinueve años y sus trajes se adaptaban graciosamente a su figura, como agradecidos de tan maravillosa oportunidad. Tenía el rostro ovalado, su cutis era como el mármol y la boca una rosa, la barbilla firme y hendida por un hoyuelo y la nariz suavemente formada. La estola, dispuesta a la moda romana, era azul, con bordados en oro, y sus pies calzaban sandalias de piel dorada. Parecía transportar con ella una verdadera aura de belleza. Un joven romano de noble familia, y de una casa rica, había solicitado su mano, y ella le había deseado también. Pero intervinieron las eternas supersticiones y prejuicios, y por eso se había casado con Hilel ben Boruch, joven famoso por su piedad y sabiduría, y de una casa antigua y honorable. –Saulo –dijo Hilel, de pronto. –¡Cómo! –gritó Débora–. ¡Saulo! No es un nombre distinguido para nuestros amigos. –Saulo –repitió Hilel–. Él es un león de Dios. Débora meditó, fruncidas las rojizas cejas. Apresuradamente se relajó, ya que el ceño fruncido producía arrugas que ni siquiera la miel y la leche de almendras podían aliviar. Era una dama, y las damas no disputan con los maridos. –Pablo –dijo ella–. Seguramente no puede haber objeción, esposo. Pablo es la traducción romana. –Saulo ben Hilel –dijo el padre–. Saulo de Tarsich. –Pablo de Tarso –dijo Débora–. Solo los bárbaros llaman Tarsich a Tarso. Hilel sonrió, y su sonrisa era tan gentil que avivó la ternura de su esposa. –Es lo mismo –dijo. Pensaba que Débora era encantadora, y algo estúpida. Pero, lamentablemente, eso se debía sin duda a haber nacido de padres saduceos, tan ignorantes de los asuntos que agradaban a Dios; y complacer a Dios era la razón para la que el hombre nace y vive. No había nada más. A menudo se compadecía de los saduceos, cuyas vidas estaban tan firmemente fijas en un mundo secular que no aceptaban nada que no pudiera demostrarse con los cinco sentidos, y que confundían el simple estudio con la inteligencia y la charla sofisticada con la sabiduría. –¿En
Author: Sandra Sánchez; Inés Masip; Juan Carlos Bonache
Year: 2023
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