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La casa del algodón

Author/Uploaded by Eva García


 El desván
 Isla de Menorca, año del Señor de 1733
 La casa desde donde escribo estas páginas es la que me vio nacer, desde donde aprendí a refugiarme en el inmenso mar que, inevitablemente, siempre me encontraba en el círculo de tierra imperfecto que nos rodea. Aquí es donde ha transcurrido el devenir de mi existencia, desde los años más ingenuos hasta los más difíciles de mi vida.&#...

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 El desván
 Isla de Menorca, año del Señor de 1733
 La casa desde donde escribo estas páginas es la que me vio nacer, desde donde aprendí a refugiarme en el inmenso mar que, inevitablemente, siempre me encontraba en el círculo de tierra imperfecto que nos rodea. Aquí es donde ha transcurrido el devenir de mi existencia, desde los años más ingenuos hasta los más difíciles de mi vida.
 El viejo desván sigue siendo un sitio mágico, con su techo de madera y sus estanterías llenas de recuerdos. No es un desván habitual donde lo lógico es que el desorden impere, sino que tiene paz y calma, siempre ha sido así, quizá, porque antes que desván fue el santuario donde se guardaban de puño y letra todas estas historias que desde hace generaciones nos aguardan.
 Isabel, a pesar de su gran hazaña, nunca tuvo el reconocimiento que merecía. La primera mujer en dirigir una expedición naval, y en circunstancias tan precarias, más de tres mil quinientas leguas marinas de navegación. Fue adelantada de los Mares del Sur, gobernadora, marquesa y la primera mujer almirante; de poco le sirvió si su nombre se ha olvidado. Se han acumulado ya más de cien años de ese viaje y nadie sabe quién fue. Esta trepidante aventura, a la deriva, fue tan solo una de las muchas que seguirían a su histórica llegada a puerto tras diez meses de desastres acumulados.
 La expedición llegaba a su fin al grito desesperado de «Tierra a la vista» el 11 de febrero de 1596, y de las cuatrocientas personas apenas sobrevivieron un centenar. Es difícil imaginarlo. Pensar que en abril de 1595 cuatro embarcaciones (dos naos, un galeote y una fragata) habían zarpado del Callao, puerto de la recién fundada ciudad de Lima, y que regresaron como un grupo de desnutridos supervivientes, con el escorbuto alojado en sus cuerpos. Llegaban, sí, pero lejos de su objetivo, pues de las Islas Salomón y sus ríos de oro reluciente no había ni rastro. El único lujo de la expedición seguía siendo el castillo de popa de la San Jerónimo con las perlas y joyas de Isabel, que continuaba en su camarote. Parece que por fin tendrían un lugar donde hacerse notar.
 Isabel arribó al puerto de Manila como si de una reina se tratara. Atrás quedaban los días de navegación con la tripulación a punto de colgar a Álvaro del palo mayor. La providencia quiso que, en septiembre, cuando la situación estaba al límite de un inminente motín, toparan con una isla a la que bautizaron como Santa Cruz, en la que Álvaro Mendaña ordenó de inmediato construir varias casas y una iglesia. Cuando la acabaron, bajo una improvisada cruz de madera, con el ruido de los tambores de fondo, juró por Dios y por el rey traer la palabra del Evangelio a los que allí encontrasen. A la villa la llamó Santa Isabel, en honor a su esposa, la que más había rezado durante la travesía para que no le colgaran.
 Isabel nunca se quejaba, estaba convencida de que el Señor Padre Todopoderoso los cubría con su sombra, aunque en sus plegarias no debió de incorporar la malaria. Junto con Álvaro Mendaña fueron casi cincuenta vidas las que se llevó en poco menos de un mes. Aunque la malaria no hubiese hecho estragos, lo cierto es que aquel enclave no eran más que unas cuantas cabañas de madera donde la convivencia se había vuelto imposible, primero por los continuos ataques de los nativos tras el conflicto con su jefe Malope y, sobre todo, por el desánimo y la rabia cuando descubrieron que allí no había ni oro ni riquezas.
 «Bendito el día que levamos anclas de la maldita isla de Santa Cruz» era una frase recurrente de Isabel, que Pancha, a lo largo de su vida, solía repetir a menudo cada vez que algo no le iba bien. María Francisca Santana es la primera mujer de nuestra familia que recordamos y a la que aún hoy honramos. Su historia es la nuestra.
 Siempre la llamaron Pancha. Había nacido en Pontevedra, de familia de hidalgos descendientes de una orden católica medieval de valientes guerreros que lucharon contra los moros. Sin hermanos varones, era la segunda de cinco, su futuro estaba inevitablemente entre las paredes de un convento. Ante esta perspectiva cuando supo que «la Barreto» salía hacia el Perú, no dudó en presentarse en su casa y jurarle lealtad; lo hizo exagerando una trágica pose, de rodillas y besándole ambas manos sin parar. A Isabel le gustó su honestidad y su cómica actuación.
 Pancha no tuvo ningún remilgo en confesarle que su propósito era llegar a cualquier virreinato para casarse y tener una familia, el cuándo, dónde y con quién era lo menos importante.
 El día que dejaron la isla fue la propia Isabel la que ordenó la salida al grito de «¡Levad anclas!».
 Y fue así como salieron precipitadamente de la isla de Santa Cruz. La travesía hasta Manila fue muy dura, todos los días fallecía alguien de fiebre, de desnutrición, de escorbuto… Partieron tres naves: de una de ellas nunca más se supo, que Dios los acoja en su reino. La galeota San Felipe sí logró llegar a Mindanao algún tiempo después, la providencia divina quiso que cerca tuviesen un convento de jesuitas que se encargaron de alimentarlos y cuidarlos hasta que pudieron retomar la navegación.
 Pancha juró a Isabel que, si sobrevivían, nunca más se embarcaría en una expedición, que se dedicaría a su único objetivo en la vida: buscar un esposo y tratar de olvidar tanta muerte, tanta penuria. Pancha sabía perfectamente que hacer una promesa en voz alta y jurarlo por Dios la libraría de volver a navegar con Isabel, pues en los barcos las supersticiones tenían mucho peso. Nadie iba a querer que embarcara una persona capaz de romper un juramento con el Santo Padre; desde luego, no en su expedición.
 Cuando llegaron al puerto de Cavite, Isabel fue recibida como la mismísima

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