Author/Uploaded by Lorena Hughes
La hija española Título original: The Spanish Daughter Copyright © 2022 by Lorena Hughes First published by Kensington Publishing Corp. Translation rights arranged by Sandra Bruna Agencia Literaria. All rights reserved © de la traducción: Ana Andreu Baquero © de esta edición: Libros de Seda,...
La hija española Título original: The Spanish Daughter Copyright © 2022 by Lorena Hughes First published by Kensington Publishing Corp. Translation rights arranged by Sandra Bruna Agencia Literaria. All rights reserved © de la traducción: Ana Andreu Baquero © de esta edición: Libros de Seda, S. L. Estación de Chamartín s/n, 1ª planta 28036 Madrid www.librosdeseda.com www.facebook.com/librosdesedaeditorial @librosdeseda [email protected] Diseño de cubierta: Kensington Publishing Corp. Ajustes de cubierta: Rasgo Audaz Maquetación: Nèlia Creixell Conversión en epub: Books and Chips Imagen de cubierta: Kensington Publishing Corp. Primera edición digital: enero de 2023 ISBN: 978-84-17626-92-1 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org). Capítulo 1 Puri Guayaquil, Ecuador Abril, 1920 Estaba segura de que cualquiera podía notar que se trataba de un disfraz. Una gota de sudor me resbaló por la frente. Mi ropa no era ni mucho menos la más apropiada para aquel clima, que me recordaba a esos baños turcos que hay para caballeros. El corsé que me oprimía los pequeños senos no ayudaba a mejorar la situación, como tampoco lo hacían el chaleco, la americana y la pajarita de mi esposo. En cuanto a la barba postiza, me provocaba un picor insoportable. Con mucho gusto me hubiera rascado, pero cualquier movimiento podía provocar que se desprendiera. Y para colmo, las gafas se me estaban empañando, haciendo que lo viera todo borroso. ¿En qué momento se me había ocurrido que aquello podía funcionar? Cuando llegué al final del muelle un estremecimiento me recorrió de la cabeza a los pies. «Tranquilízate. Puedes hacerlo». Inspiré hondo, pero tuve la sensación de que no me llegaba el aire suficiente a los pulmones. Eso sí, se me llenó la boca del hedor a humo y pescado que provenía del barco. Aquello era una locura. Una multitud esperaba a que descendiéramos la pasarela de madera. Algunos iban provistos de carteles. Otros saludaban con la mano desde la distancia a mis compañeros de viaje. Me imaginé a uno de ellos señalándome con cara de mofa. «Aún estoy a tiempo de dar media vuelta». Giré sobre los talones y me golpeé contra el hombro de alguien detrás de mí. Entre los gritos, la gente arrastrando los pies y el vaivén de las maletas no había visto al joven que se abría paso a empujones hacia donde me encontraba. Me hice a un lado y me adelantó a toda prisa para acabar embistiendo a una anciana que caminaba despreocupada delante de nosotros. Cayó al suelo con un chillido. —¡Bruto! —vociferó. Me precipité hacia ella y la ayudé a levantarse. Sus brazos, huesudos y frágiles, me recordaron a un par de mondadientes. —¿Se encuentra bien? —le pregunté con voz queda. —Sí, creo que sí. —Agarró el sombrero, que estaba tirado en el suelo—. Ese hombre es un animal. En cualquier caso, gracias, caballero. Al menos todavía quedan hombres dignos de llamarse así. La ironía de su comentario me hizo esbozar una sonrisa, pero, sobre todo, logró infundirme un poco de confianza en que mi disfraz estaba surtiendo el efecto deseado. Estaba a punto de preguntarle si quería que llamara a un médico cuando una mujer, más vieja que Matusalén, se nos acercó, ayudándose de un bastón de bambú que le servía para mantenerse erguida. Jamás había visto tantas manchas y arrugas en un mismo rostro. —¡Hija! —exclamó, dirigiéndose a la mujer a la que acababa de ayudar. —¡Mamá! —respondió la anciana al tiempo que se arrojaba a los brazos de su madre. Las dos tenían muchas cosas que decirse, y se marcharon sin dignarse siquiera a mirarme. ¡Ojalá mi madre hubiera estado allí para ayudarme en aquellos momentos tan complicados! Desgraciadamente, había fallecido tres años antes. Y ahora, Cristóbal. Sentí una fuerte opresión en la garganta. Pero no podía derrumbarme en aquel momento. Ya estaba allí. Y tenía que seguir adelante con mis planes, pasara lo que pasase. Una torre morisca de rayas amarillas y blancas asomaba por detrás de un mar de sombreros y palmeras. Aunque era más estrecha, me recordó a la Torre del Oro de mi Sevilla natal, y sentí como si un pedacito de mi vida anterior se presentara ante mis ojos para darme a entender que todo iba a salir bien. Eso era lo que me decía la razón. Las piernas, por otro lado, me trasmitían algo muy diferente. Parecía que se hubieran vuelto de plomo. En cualquier momento alguien, cualquiera, podía atacarme. Pero no había forma de saber quién, ni tampoco de si sería capaz de reaccionar. «Contrólate, Puri. Tienes que relajarte». Paseé la mirada sobre los rostros desconocidos que me rodeaban. Sin duda, el abogado de mi padre se encontraba entre ellos, pero lo malo era que no tenía ni idea de su aspecto. Cargué la máquina de escribir de mi marido con una mano mientras arrastraba el baúl con la otra. Por suerte, había regalado todos mis vestidos de noche, lo que significaba que, en lugar de viajar con tres baúles, solo tenía que hacerlo con uno. Conforme avanzaba por el puerto, me topé con varios de ellos en los cuerpos de otras pasajeras. El último, una prenda ajustada de tafetán rosa que mi madre había cosido para mí, se había disuelto como la espuma en un mar de ropa de cama y delicadas cortinas. Una bandada de gaviotas nos sobrevoló entre graznidos. Pasé por