Author/Uploaded by Jorge Corrales
Índice Las chicas del muro Berlín oeste Elena Nelly Viktoria Ingrid Dorothea Brigitte Gurdrun Kriemhild Karin El muro Berlín este Elena Mister M. Anna&#...
Índice Las chicas del muro Berlín oeste Elena Nelly Viktoria Ingrid Dorothea Brigitte Gurdrun Kriemhild Karin El muro Berlín este Elena Mister M. Anna Rosemarie Marlene Rosie Kim Rosie y Kim Dalida Agradecimientos Sobre este libro Sobre Jorge Corrales Créditos Para Daniel, por enseñarme el lenguaje de las historias. Para Maia, la primera y última estrella de mi día. Para Ana, por abrir su bolso de cuadros una noche de diciembre y enseñarme que Berlín no cabe en 37 minutos de amor. Querido lector: En este libro vas a encontrar dos historias. Una tiene lugar en 2019 y podríamos decir que se mantiene en el campo de la ficción. Sin embargo, la historia que se narra en 1961 es totalmente real. Entre ambas hay un muro. Te ruego que intentes saltar ese muro. Ningún muro puede retener una buena historia, real o de ficción. Ni tampoco una buena amistad. Willkommen in Berlin. BERLÍN OESTE We can be heroes, just for one day We can be us, just for one day. DAVID BOWIE ELENA 1/19 Hay fotografías que cuentan toda una historia. Dos amigas se despiden frente al Muro de Berlín a medio construir. Una se queda en el Este; la otra, en el Oeste. Pero hay historias que no caben en una fotografía. Y esta foto no es lo que parece. La belleza de una buena fotografía no está en lo que muestra, sino en aquello que oculta. Elena lo comprendió la tarde que vio por primera vez la foto. Era como una pregunta sin responder. Dos chicas. Una despedida. El Muro de Berlín a medio construir. Unas manos sostenidas sobre los ladrillos, sobre la frontera, sobre el tiempo. Sus ojos se concentraban en la fotografía, pero no para disfrutar de los detalles, quería saber qué se ocultaba detrás. El Muro, sus caras, sus manos, el soldado, la calle, el Muro. La observaba una y otra vez, intentando descubrir qué significaba. Qué significaba realmente, porque el cartel que acompañaba la foto expuesta en el museo ya aclaraba lo obvio: «23 de agosto de 1961. Dos mujeres juntan sus manos sobre el Muro de Berlín en el límite entre Neukölln y Treptow. Fuente: Revista Stern». Algo había que la atraía magnéticamente y le impedía despegar su mirada de aquellas dos chicas. Entonces, sin entender por qué, escuchó una frase en su cabeza: «A ti lo que te gusta es sentarte y mirar». Era una vieja frase que hacía mucho tiempo que no oía. Una tonadilla que repetía una y otra vez su abuela. Elena la recuerda siempre cogida de su mano. Si iban a un parque o a unos columpios, se quedaba junto a ella. Sentadas las dos en un banco, frente a la marabunta de chicos que reían, escalaban y se perseguían, Elena no se movía de su lado pese a los intentos de su abuela para que fuera a jugar con los otros niños. Entonces era cuando le dedicaba aquel repiqueteo que tantas veces escuchó. —A ti lo que te gusta es sentarte y mirar. Y a continuación venía la mejor parte. Su abuela, en un tono entre orgulloso y crítico, terminaba con la coletilla: —Como a mí. Lo cierto es que su abuela no se equivocaba. Lo que más le gustaba a Elena era sentarse y mirar, quizá por eso había decidido aceptar aquella beca del museo de Treptow, en Berlín. Mientras algunos de sus compañeros de Historia del Arte habían firmado contratos con editoriales, fundaciones culturales y otras entidades donde había acción, ella había elegido una beca del museo más pequeño de la lista de destinos. Un museo periférico, alejado de las grandes exposiciones de la Isla de los Museos y del glamour de los artistas de Mitte. Un lugar donde hacer lo que más le gustaba a Elena. Sentarse y mirar. Eso era a lo que se dedicaba la mayor parte del tiempo. El pequeño museo de Treptow apenas recibía visitantes, así que Elena disfrutaba de largos periodos de tiempo para pasear por sus tres pequeñas salas y escudriñar las paredes llenas de recuerdos de otras personas, de otras familias, de otras épocas. Su día favorito para deambular por el museo era el jueves. El jueves por la tarde. No era un día elegido al azar. Era el día del bingo. El museo ocupaba la última planta del centro cívico del barrio, donde la tarde del jueves se reservaba para jugar al bingo en la planta baja del edificio. El monótono ruido de las bolas chocando entre ellas y el desfile de números pronunciados a voz en grito, por supuesto en un perfecto alemán, era un sonido demasiado estresante para ella. Así que, cada jueves, sobre las cinco de la tarde, Elena se ponía sus auriculares para evitar cualquier interrupción en forma de número veintidós y se levantaba de la mesa en la que habitualmente atendía