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Los celosos

Author/Uploaded by Sándor Márai


 
 
 
 In memoriam Lola 
 
 
 
 
 
 
 
 
 LOS CELOSOS 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 Carta y viaje 
 
 
 
 La carta estaba encima del escritorio, entre un impreso y un periódico. Péter llegó a casa un poco después de las cinco, el sol brillaba todavía. Era ese sol de principios de abril, extrañ...

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 In memoriam Lola 
 
 
 
 
 
 
 
 
 LOS CELOSOS 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 Carta y viaje 
 
 
 
 La carta estaba encima del escritorio, entre un impreso y un periódico. Péter llegó a casa un poco después de las cinco, el sol brillaba todavía. Era ese sol de principios de abril, extraño y desconcertante, que allí, entre las montañas, embadurna los fenómenos de la primavera con una luz fría, como de escenario. Desde hacía dos semanas se sentía igual que un personaje de opereta patriótica. Cruzó la habitación vacía y miró la carta de lejos; al reconocer la letra, redonda e insegura, lo supo de inmediato. Anna todavía usaba papel color hueso y tinta morada. Se acercó a la puerta del comedor y llamó: «¡Edit!» Pero a aquellas horas Edit estaba paseando a los perros a la orilla del río. Péter se detuvo al pie de la escalera y aguzó el oído; le llegaba el sonido de la máquina de escribir de la baronesa. Tecleaba con velocidad, casi como hablaba. De pronto el ruido cesó; algo había ocurrido allí arriba, en la habitación, en su cerebro. La baronesa vacilaba; quizá no encontraba una palabra, o se había asustado al calibrar las consecuencias de una imprudencia fatal y se había quedado absorta, como un asesino en pleno cometido sangriento. Sin embargo, pasados unos segundos, volvió a escuchar su teclear triste y delicado. No, la baronesa no se había asustado; seguía escribiendo. «No escribe mal», pensó Péter Garren. La baronesa tecleaba como quien se acuerda confusamente de algo y, alentado por la urgencia de contarlo, se esfuerza por dar con la palabra exacta pero sólo halla palabras evocadoras, palabras que lo recuerdan vagamente. Lo que ella quisiera contar ya ha desaparecido; se ha perdido en la corriente de la vida, o en el caos generalizado del mundo, o tal vez ha sido devorado por una catástrofe natural y ahora yace en el interior de la tierra, bajo capas de granito, en un lecho de ámbar, como los mosquitos de la Edad de Piedra. Y es ese mosquito de tiempos inmemoriales lo que la baronesa querría sacar a la superficie, salvar del caos, de la catástrofe, arrancar del interior de la tierra, del granito y el ámbar. «Es muy difícil», pensó Péter, con indulgencia. Luego reflexionó: «Es posible que ellos, los simples aficionados, sean los verdaderos. A veces la baronesa demuestra una grandeza casi auténtica; a veces parece rozar lo sublime. Los personajes de sus novelas son de carne y hueso para ella; sólo tiene que “enfocarlos bien”, contarlo todo sobre ellos, y luego ellos se reirán o llorarán, según le dicte la imaginación. Es impasible, y no podría ser de otro modo; es de esas mujeres que “creen” en el recuerdo, la caracterización, los detalles de la época... Ella tiene que creer en algo, por fuerza. Con todo, hasta sufre, la pobre. ¡Con cuánta disciplina escribe, con cuánto pudor!» Y entonces pensó: «Edit no está en casa, pero, en cierto modo, su ausencia me parece natural. Edit nunca se encuentra donde debería estar. Las dos vocales de su nombre, azul cielo la una, blanca y casi gris la otra, son como la insignia gastada y sucia de un club de fútbol. ¡Qué cobarde soy! Debo leer la carta». Se acercó a la mesa y abrió el sobre, con dedos fríos y temblorosos; primero miró la carta con gesto distraído y rutinario, pero luego se lanzó a leer con avidez. 
 
 La carta era de su hermana mayor, Anna Garren, la maestra: «Querido Péter, cumplo con un deber muy triste». Y: «Nuestro Padre guarda cama desde hace ya tres meses y los médicos han abandonado toda esperanza». Siempre le escribía cartas de este tipo. En realidad le decía: «Tengo el gusto de comunicarte que nuestro Padre está agonizando». Péter gimió. Desconocía los detalles de lo sucedido, pero la redacción de Anna lo había herido; como si le hubiera llegado la mano de un ser querido envuelta en papel de embalar. Hacía doce años que su hermana le escribía una carta parecida cada trimestre, el último domingo de cada tercer mes, en el mismo papel color hueso y con la misma tinta morada: «Con suma alegría hemos recibido la noticia, gracias a tu amable carta, de que progresas en tu trabajo». Hacía doce años que el último domingo de cada tercer mes, Anna recibía con gran alegría la noticia de que Péter avanzaba en su trabajo (o de que su trabajo avanzaba, pues a veces las palabras se sublevaban contra ella, confabulaban, turbaban irónicamente sus hilvanes mecánicos). Hacía doce años que su hermana se alegraba de que él y su trabajo progresaran, y se había establecido entre ellos una relación vacilante, púdicamente enlazada. Hacía doce años que, con férrea persistencia, Anna se olvidaba de preguntarle de qué trabajaba: le daba igual si era compositor, traficaba con esclavos, o si había montado un negocio de exportación e importación, a ella nunca parecían interesarle los pormenores. En sus cartas se mezclaban de forma extraña imágenes oníricas y hechos cotidianos, que también expresaba con giros comerciales. «Te informo con especial satisfacción...», empezaba, para acabar diciendo: «que ayer por la tarde vi un pájaro». O bien: «Me es grato hacerte saber el profundo pesar...», pero al llegar a esta palabra había olvidado lo que pensaba hacerle saber con profundo pesar y mencionaba de pronto que por la mañana había llovido. En sus misivas empleaba las palabras como un artesano decorador se vale de sus herramientas, o como se maneja un aspirador, como meros utensilios para la vida. Ciertamente, las frases hechas también son necesarias para vivir, pero en alguna parte, detrás del aspirador y el «te abraza con cariño fraternal», vivía ella, Anna, que soñaba y había visto un pájaro por la tarde, como si exhalara un suspiro al terminar cada frase. No era posible de otra manera: lo

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