Author/Uploaded by Elly Griffiths
Índice Portada Dedicatoria Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 ...
Índice Portada Dedicatoria Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Notas Agradecimientos Créditos Para Gabriella y Rafael Brown Escuela para señoritas de buena familia Personal del colegio Directora Señorita Dolores de Vere Subdirectora y profesora de Latín Señorita Brenda Bathurst Profesora de Matemáticas Señorita Edna Morris Profesora de Lengua Señorita Susan Crane Profesora de Historia Señorita Ada Hunting Profesora de Ciencias y Arte Culinario Señorita Eloise Loomis Profesora de Dramaturgia y Oratoria Señorita Joan Balfour Profesora de Música y Geografía Señorita Myfanwy Evans Profesor de Francés Monsieur Jean-Maurice Pierre Profesora de Educación Física Señorita Margaret Heron Celadora Señorita Maureen Robinson Ama de llaves Señora Jean Hopkirk Jardinero y Mantenimiento Señor Robert Hutchins Doncella Dorothy Camarera Ada Segundo Curso de Highbury House Tutora: señorita Morris Irene Atkins Flora McDonald Alicia Butterfield Elizabeth Moore Moira Campbell Freda Saxon-Johnson Cecilia Delaney Leticia Smith Eva Harris-Brown Susan Smythe Stella Goldman Rose Trevellian-Hayes Joan Kirby Nora Wilkinson Justina Jones Enero de 1937 La siniestra silueta de Highbury House se iba acercando cada vez más y más. Justina pensó que, ahora que conocía el lugar, aquellos torreones y los muros espeluznantes del edificio ya no poseían la fuerza necesaria para infundirle miedo. Pero, de todos modos, el colegio presentaba una imagen sobrecogedora, erguido, allí, con las luces del atardecer, surgiendo en medio de las marismas, con unos pájaros —o probablemente murciélagos— revoloteando alrededor de las cuatro torres. Aún quedaba algo de nieve, aunque en Londres las calles llevaban limpias muchas semanas. Justina se alegraba de que su padre hubiera decidido acompañarla; iba canturreando una cancioncilla, con las manos relajadas y apoyadas en el volante. Era muchísimo mejor que la primera vez que llegó al internado, pues en aquella ocasión había ido sola en un taxi que conducía el siniestro Nye. —¿Cómo estás? —preguntó su padre, como si hubiera adivinado lo que pensaba. —Bien —contestó la niña—. Estoy deseando volver a ver a Stella y a Dorothy. —Stella es una niña encantadora —dijo su padre. Había estado en casa en Navidad. —Sí —dijo Justina—. Aunque a veces es un poco reacia a saltarse las normas del colegio. Su padre hizo una mueca. —Procura no saltarte demasiadas reglas este trimestre, Justina. Estaban ya cruzando la gran verja del colegio, que estaba abierta, aunque por lo general se encontraba cerrada a cal y canto. El cartel que colgaba de la cancela decía, en implacables letras negras: HIGHBURY HOUSE INTERNADO PARA SEÑORITAS DE BUENA FAMILIA Mientras avanzaban poco a poco por el interminable camino que conducía al colegio, se cruzaron con algunos coches que, probablemente, ya habían dejado allí a otras niñas: un Rolls Royce, con una banderita en el capó, que debía de ser de los padres de Rose; una camioneta que conducía un hombre que era igualito que Nora —hasta en las gafas torcidas— y varios vehículos normales con padres de buenas familias dentro. El padre de Justina aparcó delante de las grandes puertas de roble. Ella salió, con su bolsa de viaje en la mano, y sintió un escalofrío por culpa del viento gélido. Hutchins, el hombre-para-todo del colegio, apareció de repente, sin saber de dónde, y se encargó del baúl de Justina. Para su sorpresa, el hombre le dio una palmadita en el gorro y le dijo: —Bienvenida de nuevo, señorita. —Gracias —contestó ella—. Espero que haya pasado una buena Navidad. —Sí, gracias, señorita. —Hutchins se alejó dando trompicones. El padre de Justina la tomó del brazo y juntos entraron al enorme vestíbulo del colegio, con sus armaduras y sus retratos de la familia Highbury, muertos hacía mil años. Había una mujer, con indumentaria de enfermera, junto a la chimenea encendida. —Tú debes de ser Justina Jones —se presentó—. Soy la nueva celadora. Puedes llamarme señorita Robinson. Justina no se atrevió a contestar enseguida, porque la mujer era casi la cosa más terrorífica que había visto en su vida. Era alta y delgada, con el pelo negro recogido atrás en un moño riguroso, y tenía una nariz y una barbilla prominentes, como los dibujos de brujas que hacen los niños. El padre de Justina se quitó el sombrero educadamente. —Buenas tardes, señorita Robinson. Soy Herbert Jones, el padre de Justina. La celadora inclinó la cabeza con una amable reverencia. —Encantada de conocerle, señor Jones. Justina, ¿tienes tu certificado de salud? La muchacha revolvió en su bolsa de mano y lo sacó. Sabía que había llegado el momento de despedirse de su padre y solo quería que ese momento pasara cuanto antes. —Adiós, papá —se despidió—. Espero que tengas algunos juicios de asesinatos jugosos. —La señorita Robinson se apartó un poco. Y Justina se lo agradeció. —Adiós, Justina. —Le dio un beso y un abrazo rápido—. Que tengas un buen trimestre. Te quiero. —Yo también te quiero —dijo—. No olvides enviarme alguna «caja de contrabando». No esperó para ver marcharse a su padre. Se dirigió a la puerta del fondo del vestíbulo, subió por la escalera de servicio y, recorriendo la larga galería, se encaminó hacia los dormitorios. Le pareció que había algo agradable en el hecho de conocer ya el camino. Se detuvo en la puerta con el cartel «Lechuzas», inspiró hondo y abrió. Parecía que la habitación estaba llena de chicas hablando todas a la vez. —¿No es encantadora? —Es guapísima, igual que una princesa de cuento. —Y parece tan amable. Se acordaba de mi nombre. «Hola, Eva», me dijo. Como si me conociera de siempre. —Y sabía