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M. Los últimos días de Europa

Author/Uploaded by Antonio Scurati


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 Este libro cuenta cómo nace una guerra. Una guerra devastadora en pleno corazón de Europa, desencadenada con deliberada sed de conquista contra los pueblos vecinos y afines, librada con brutalidad aniquiladora. A muchos lectores quizá les parezca inverosímil que la cúpula del régimen fascista, Mussolini en primer lugar,...

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 Este libro cuenta cómo nace una guerra. Una guerra devastadora en pleno corazón de Europa, desencadenada con deliberada sed de conquista contra los pueblos vecinos y afines, librada con brutalidad aniquiladora. A muchos lectores quizá les parezca inverosímil que la cúpula del régimen fascista, Mussolini en primer lugar, decidiera, después de largos titubeos y rechazando cualquier oferta de los Estados liberales, arrojar al pueblo italiano a la carnicería de un nuevo conflicto mundial, a pesar de ser plenamente consciente de la absoluta falta de preparación militar del país, de su crónica carencia de recursos materiales, de la aversión de muchos italianos a luchar junto a los alemanes y, sobre todo, de la siniestra, delirante y sangrienta voluntad de poder que encarnaba Adolf Hitler. Y, sin embargo, esta novela se adhiere en cada uno de sus detalles a hechos históricos ampliamente documentados (con la salvedad de unos pocos anacronismos, leves y conscientes, y de muchos probables errores). No hay nada novelizado en este libro y, tal vez, ni siquiera novelesco, salvo la forma del relato. No es la novela la que sigue aquí a la historia, sino la historia la que se convierte en novela. Tampoco puede decirse que la historia haya intentado perseguir la crónica en estas páginas: en todo caso, es verdad justo lo contrario. Confío en que la incredulidad consternada que comprensiblemente suscitará su lectura no se deba al hecho de que en los acontecimientos que aquí se narran, los feroces, dementes perros de la guerra, fuimos nosotros, los italianos.
 
 
 A las dos M de mi vida, Marta y Maria
 
 
 1938
 
 
 
 
 
 
 
 
 Ranuccio Bianchi Bandinelli
 Roma, 3 de mayo de 1938
 Estación Roma Ostiense
 
 
 ¿Los mato y salvo millones de vidas o no los mato y salvo la mía?
 En eso consiste el menú del siglo. Morir, ser asesinados, degollados, desollados, sacrificados para el banquete de los dioses pestilenciales, es una mera obviedad. Matar, sin embargo, es una cosa muy distinta. Matar o no matar, en eso estriba el dilema.
 La espera ha sido larga, agotadora, semanas de ensoñación e impotencia. Él no es más que un profesor —un arqueólogo, un estudioso de arte antiguo, bajorrelieves romanos y sarcófagos etruscos— a quien la torpeza de los burócratas ministeriales ha catapultado desde su cátedra en la Universidad de Pisa al escenario de la historia. ¿Y para hacer qué, además? De guía turístico para los verdugos en visita de Estado.
 Ha pasado semanas atormentándose a sí mismo. ¿Forrarse de explosivos (pero de dónde va a sacar los explosivos)? ¿Encomendarse a la penetración segura de las armas afiladas (pero de dónde va a sacar el coraje para rajar una garganta)? ¿Señalar a un cómplice el punto exacto en el que el coche presidencial frenaría y bajaría las ventanillas para admirar un edificio o un paisaje siguiendo sus indicaciones? El caso es que cómplices no tiene.
 Llegó incluso a hacer pruebas nuestro profesor. Salía de la casa a horas improbables para averiguar si estaba siendo vigilado. Nada. Se mostraba en público con notorios antifascistas, incluso en piazza Venezia y en los restaurantes cercanos, para asegurarse de un eventual control policial. Nada en absoluto. Cualquier cosa hubiera sido posible. Posible e inverosímil.
 Ahora, sin embargo, la vigilia ha terminado. Tres convoyes especiales procedentes de Alemania han entrado en perfecto horario en la estación de Roma Ostiense, construida especialmente para recibir con la máxima pompa a los bárbaros llegados del norte frente a Porta San Paolo. Es una estación grandiosa, grandilocuente, monumental, una estación de cartón piedra. Pasarán años antes de que esté lista para recibir tráfico de pasajeros, pero eso importa poco, lo que importa es que la escenografía esté montada, que las farolas, los árboles, las traviesas, se plieguen bajo la masa de banderas, oriflamas, haces de lictores y esvásticas.
 He ahí al adalid, al «guía» (en absoluto turístico). Su pie es el primero en probar el estribo. Lo están esperando un rey, los dignatarios de su corte, un dictador, los jerarcas de su partido, príncipes y ministros, generales del ejército, de la marina, de la fuerza aérea, esposas y concubinas, el cortejo de vivos y muertos; recibido con alegría por las Reichsfrauen, las esposas de los peces gordos del Tercer Imperio germánico, asomadas a las ventanillas; escoltado por un enjambre de SS armados con puñales, el canciller recorre el andén del tren hacia la ciudad eterna.
 A primera vista, por mucho que nos esforcemos, no conseguimos encontrarlo repulsivo. Mesurado, ordenado, casi modesto. Casi servil, incluso. Una personalidad de aspecto subordinado: algo así como un revisor del tranvía. Las manos enguantadas de gris, cruzadas sobre el vientre con el pulgar a la altura del cinturón, la espalda ligeramente encorvada, inclinada hacia delante, el ojo vago y acuoso, suspendido en una especie de atonía. En definitiva, Adolf Hitler no tiene la imagen canónica del tirano al que hay que asesinar.
 En cuanto al otro, sin embargo, el profesor no tendría dudas. A Ranuccio Bianchi Bandinelli, Benito Mussolini le parece un ser odioso, grotesco y horrendo. Le da la impresión de que camina como una marioneta, con curvas y movimientos oblicuos de la cabeza que pretenden mitigar su enorme mole pero que no pasan de torpes y siniestros. Su rostro túrgido, sus ojos brillantes, la piel untuosa, la sonrisa forzada, están, según el profesor, al servicio constante de una incesante comedia pueril. El estudioso de las bellas artes, gran burgués de sangre aristocrática, esteta refinado con veleidades de redentor, no siente repulsión por el Führer del nazismo, pero no dudaría en matar al Duce del fascismo, y solo porque tiene el desagradable aspecto de ciertos engreídos intermediarios campestres que se saben los más hábiles en el mercado ganadero.
 No dudaría si fuera el hombre de sus ensoñaciones, pero, siendo el que es, el profesor Bianchi Bandinelli vacila. Vacila porque para él el antifascismo es una manifestación espontánea de

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