Author/Uploaded by Ana Roux
© de la obra: Ana Roux, 2022 © de los detalles: rawpixel.com Mapa de Inglaterra: John Cary, 1811 © de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L. c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid [email protected] www.nocturnaediciones.com Primer...
© de la obra: Ana Roux, 2022 © de los detalles: rawpixel.com Mapa de Inglaterra: John Cary, 1811 © de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L. c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid [email protected] www.nocturnaediciones.com Primera edición en Nocturna: enero de 2023 ISBN: 978-84-18440-82-3 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). NIGHTINGALE Prólogo Morir habría sido una opción honorable. Un sable en las costillas o una bala entre los ojos. Habría sido rápido, sin gritos ni estertores. Un final digno para una vida de aventuras. Lo habría preferido una y mil veces. Mejor la nada, el limbo, el mismo infierno…, cualquier cosa antes que aquella oscuridad. Sentía frío. Dolor. La roca arañándole la piel. La humedad colándose en los huesos. Cada respiración hacía que sus pulmones ardieran y con cada parpadeo veía una y otra vez la misma imagen: un barco en llamas precipitándose desde el cielo. Podía oler la ceniza, oír los gritos. Un gemido ahogado entre las nubes y el estruendo del mar mientras lo engullía. Lo oía una y otra vez. Nítido y a la par lejano. El lamento de una leona, fiero hasta el último zarpazo…, pero la oscuridad siempre volvía a engullirla. Igual que a él. Bailaba entre la consciencia y las pesadillas como un caminante entre mundos, atrapado para siempre en una espiral de la que no sabía cómo escapar. Quería subir a flote, abrirse paso entre las bestias invisibles que lo acechaban en las sombras, volar con un rugido de triunfo hacia la libertad… Pero volvía a despertarse en aquel suelo de piedra, áspera y húmeda. No tenía fuerzas ni para alzar las muñecas, sujetas por grilletes, y mucho menos para luchar contra ellos. Sentía la lengua tan pastosa que no podía ni gritar. Solo le quedaba esperar. Esperar un milagro o a la misma Muerte. A veces creía verla saludar entre los pliegues de la oscuridad que lo engullía. Recordaba que alguien —en un recuerdo ya muy lejano— solía llamarla «vieja amiga». Era un buen nombre. Ojalá pudiera devolverle el saludo y envolverse en ella. Eso sería honorable. 1 La mano dejó una huella blanca en el frío cristal de la ventana. Su forma apenas permaneció un instante antes de desaparecer como una voluta de humo al viento, dejando paso de nuevo a la silueta de los edificios grises que la observaban desde el otro lado de la calle. Las puertas y ventanas parecían juzgarla con rostro serio, y hasta agitaban las cortinas de vez en cuando como el parpadeo de un ceño fruncido. Pero quizá fuera su imaginación. Quizá el manto de nubes que cubría el cielo no era tan oscuro como ella lo veía y tan solo fuera el velo invisible del luto en sus ojos lo que lo empañaba. Era difícil distinguir la realidad de la ficción cuando el peso del dolor no dejaba que Ellen Fellowes respirara desde hacía días. No había consentido perder ni un segundo desde que el mayor Hansford, su padrino y el mejor amigo de su padre, había aparecido en su cocina para anunciarles que el capitán Fellowes había desaparecido. Todos los indicios apuntaban a que había sido capturado por el enemigo bonapartista junto con el resto de su tripulación mientras patrullaban los cielos del Mediterráneo; pero en las semanas que llevaban en Londres llamando de puerta en puerta —desde las oficinas de Almirantazgo hasta el tugurio más roñoso del East End—, no habían conseguido que nadie les confirmara algo más tangible que los primeros rumores, que hablaban del avistamiento de una fragata inglesa con un mascarón en forma de leona rugiente atracada en un muelle cercano a Marsella. La fragata Lionheart. La Leona de su padre. Capturada. Tras escuchar las noticias de boca de lord Hansford, pensó que el sentimiento de impotencia la desbordaría, así que no paró hasta que su padrino consintió llevarla con él a Londres para llevar a cabo sus pesquisas. Su madre había fruncido los labios y la había despedido aguantándose a duras penas las lágrimas mientras subía al carruaje, pero no dijo nada. Ellen sabía que ella misma habría surcado los siete cielos para ir en pos de su marido —después de todo, no era la primera vez que Margaret Fellowes se embarcaba en busca de aquellos a los que amaba— de no haber tenido que quedarse a cuidar a sus hijos pequeños. Las gemelas Phoebe y Caroline sacudieron la mano sin demasiado entusiasmo, celosas de que su hermana mayor se fuera a la gran ciudad por sorpresa y sin ellas; el pequeño Samuel lloraba sin saber muy bien por qué, cogido con las piernas a la cadera de su madre. Pero los hilos de los que tirar se agotaban y seguían sin respuestas. Así que la joven no podía hacer otra cosa que recorrer los pasillos de la casa que lord Hansford poseía frente a Hyde Park como una bestia enjaulada, esperando. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan inútil. Al menos tenía a Nanette a su lado en aquel viaje. Su amistad había tenido altibajos, pero sobrevivir a una isla desierta en medio del Caribe había sido una prueba de fuego para las dos. Incluso con el ánimo taciturno que no había abandonado a la muchacha desde la muerte de su madre, su vínculo se mantenía inquebrantable. En aquel momento, Nanette se encontraba recostada en uno de los sillones que