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No callar: Ensayos y artículos. 2000-2022

Author/Uploaded by Javier Cercas

Índice Portada Sinopsis Portadilla Prólogo El aprendizaje del presente Cuarenta y tres años de guerra Nueva vieja política en España Cataluña y la gran revolución La suerte de Europa Retratos del natural Los detalles del diablo La literatura es dinamita Cuanto sé de mí Procedencia de los textos Notas Créditos SINOPSIS No callar aborda desde los asuntos candentes y definitorios del momento históri...

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Índice Portada Sinopsis Portadilla Prólogo El aprendizaje del presente Cuarenta y tres años de guerra Nueva vieja política en España Cataluña y la gran revolución La suerte de Europa Retratos del natural Los detalles del diablo La literatura es dinamita Cuanto sé de mí Procedencia de los textos Notas Créditos SINOPSIS No callar aborda desde los asuntos candentes y definitorios del momento histórico en que nos encontramos (populismos, posverdad y falsas noticias, construcción del relato, capitalismo de la vigilancia, amenazas a la democracia, nuevos autoritarismos…) hasta su repercusión en el ámbito español (relectura de la Transición y la Guerra Civil, desorientación de las izquierdas, desprestigio de las instituciones, partitocracia, falta de consensos, etc.) y las manifestaciones locales de todo ello, como el secesionismo catalán. Estas «lecturas del presente», que demuestran la conciencia cívica y el compromiso de Javier Cercas, se complementan con inteligentes reflexiones sobre el valor del periodismo, la vida literaria española e internacional e inolvidables semblanzas dedicadas a personajes del cine, la música, el deporte y la literatura. El volumen es por tanto un magnífico diagnóstico del presente y a la vez un manifiesto personal sobre las cuestiones que más nos importan, escrito por uno de los autores europeos más relevantes. JAVIER CERCAS NO CALLAR Crónicas, ensayos y artículos 2000-2022 Prólogo Nunca me ha gustado el sustantivo «intelectual». De hecho, durante mucho tiempo me horrorizó (o más bien me dio risa) la mera idea de que alguien, algún día, pudiera llamarme así. Por aquel entonces —hablo de finales de los años setenta y principios de los ochenta, cuando yo apenas era un adolescente poseído por una secreta vocación literaria—, la figura del intelectual padecía un desprestigio considerable; o al menos lo padecía para mí: en mi ingenuidad provinciana, iconoclasta, sarcástica y un poco petulante, un intelectual venía a ser un escritor que, en vez de tomarse en serio su trabajo, se tomaba en serio a sí mismo, y que, en vez de conformarse con hablar de lo que sabía, hablaba de lo que no sabía, y además lo hacía casi siempre con una autoridad grandilocuente de púlpito y sotana, convertido —a menudo por interés personal o profesional, otras veces por simple docilidad o postureo— en acrítica correa de transmisión de consignas partidarias, o en propagador de ideas o ideologías desatinadas; en definitiva: el intelectual como una mezcla insalubre de exhibicionista, de trepa y de eso que en Italia se llama «tuttologo». La caricatura era injusta, por supuesto; pero, si uno echa un vistazo a Pasado imperfecto —el libro en el que Tony Judt radiografió la frivolidad e irresponsabilidad de los intelectuales franceses de la segunda posguerra mundial, cuando París todavía era París—, se arriesga a llegar a la conclusión deprimente de que quizá no lo era tanto. En todo caso, lo anterior explica en parte que, con dieciocho años, yo no aspirara a ser Jean-Paul Sartre (ni siquiera George Orwell), sino Borges o Kafka. Claro que en aquella época yo no sabía, o no quería saber, que, igual que hay escritores buenos y malos, hay buenos y malos intelectuales (ni que Orwell fue de los buenos); tampoco conocía, probablemente, el origen del sustantivo «intelectual», que solo empieza a usarse en Europa a finales del siglo XIX, a raíz del seísmo desencadenado por el caso Dreyfuss, para designar a aquellas personas que han adquirido una cierta notoriedad literaria, académica o artística y que —tal vez conscientes de que la palabra «política» procede del griego «polis», que significa ciudad, y de que la ciudad nos pertenece a todos— no le escurren el bulto a su condición de ciudadanos y se aventuran a franquear las fronteras estrechas de su campo de especialización y a intervenir en el debate público, poniendo en el asador todo su prestigio personal y profesional con el fin de defender causas que les parecen razonables o justas. Sobra decir que, vista así, de esa manera abarcadora —que quizá sea la única razonable, o la menos imprecisa—, esta figura característica de la Modernidad nacería en el arranque mismo de la Modernidad, Voltaire sería acaso el primer intelectual, y en 1764, poco antes de la muerte del autor de Candide, Kant habría definido con bastante exactitud la tarea futura del intelectual (o del philosophe, que es el antecedente dieciochesco del intelectual) cuando escribió que una de las condiciones de la Ilustración consiste en que el individuo pueda hacer un uso público de la razón, entendiendo por uso público «aquel que, en calidad de maestro, se puede hacer ante el gran público del mundo de lectores». Sobra decir que, visto así, tanto Borges, que firmó numerosos manifiestos antiperonistas, como Kafka, que simpatizó con el anarquismo y en 1912 fue detenido por la policía por participar en un acto de protesta contra la ejecución en París del anarquista Liabeuf, fueron a su modo intelectuales. Y sobra también decir que, visto así, a mis sesenta años de edad, y después de más de dos décadas escribiendo de manera regular artículos en los que no he escamoteado lo que pienso acerca de esto, aquello y lo de más allá, yo debería resignarme a aceptar sin vergüenza que se me pueda catalogar como intelectual. Pero el caso es que no me resigno. O no sin convertir casi en declaración de principios esta confesión de Rafael Sánchez Ferlosio, durante años nuestro primer intelectual: «La palabra intelectual es demasiado respetable para mí. En el fondo no me siento más que un chisgarabís, un pelagatos, un tío tirado con el que no se puede contar para nada». Sea como sea, la verdad es que, mucho antes que un intelectual, o un articulista, me considero un escritor de novelas, y que la convivencia de esos dos personajes en la misma persona no siempre resulta fácil; a veces, incluso, puede ser letal. Quiero decir que el novelista aspira en sus novelas a la imparcialidad, como el Dios invisible de Flaubert, y nunca se compromete con nada ni juzga a nadie, sino que pugna por dotar a cada personaje de

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