Author/Uploaded by Liam Ayers
El legado del mal –––––––– Liam Ayers This is a work of fiction. Similarities to real people, places, or events are entirely coincidental. EL LEGADO DEL MAL First edition. February 3, 2023. Copyright © 2023 Liam Ayers. Written by Liam Ayers. 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1 &#...
El legado del mal –––––––– Liam Ayers This is a work of fiction. Similarities to real people, places, or events are entirely coincidental. EL LEGADO DEL MAL First edition. February 3, 2023. Copyright © 2023 Liam Ayers. Written by Liam Ayers. 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1 Tabla de Contenido Título Copyright Page El legado del mal Capítulo 1 Capitulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Capítulo 47 Capítulo 48 Capítulo 49 Capítulo 50 Capítulo 51 Capítulo 52 Capítulo 53 Capítulo 54 Capítulo 55 Capítulo 56 Capítulo 57 Capítulo 58 Capítulo 59 Capítulo 60 Capítulo 61 Capítulo 62 Capítulo 63 Capítulo 64 Capítulo 65 Capítulo 66 Capítulo 67 Capítulo 68 Capítulo 69 Capítulo 70 Epílogo Juana estaba agonizando. Tan solo tenía ocho años de edad. La peste, esa bestia hambrienta y cruel, que nos mira a todos y elige a unos cuantos sin misericordia alguna había transformado la belleza angelical de un ser indefenso, en un cuerpo aterrorizado por la muerte. Jerónimo, su padre, era el único que se encontraba a su lado. Asumió el riesgo, sabiendo que podía enfermar. Roto de dolor, no dejaba de consolar a su hija, que lloraba sin descanso. —¡Padre! ¡Padre! ¡La muerte viene a por mí! ¡Me está mirando! ¡La siento cerca! —Hija, no tengas miedo. Estoy aquí. No llores por favor. —¡Y mi madre! ¿Dónde está? —Cariño, tu madre vendrá pronto. —¡Padre! ¡Ayúdame! Un silencio extraño invadió la habitación. Duró unos segundos. —¡Dios mío! Jerónimo comenzó a llorar. La imagen silenciosa de su hija en la cama, cubierta de pústulas por todo el cuerpo y con los ojos cerrados, quedó grabada en su memoria para siempre. En aquel momento Jerónimo no pudo sentirse más desgraciado y en su alma ya no cabía más dolor. Aunque el futuro le tenía guardado un destino lleno de misterios y sufrimientos que harían de su vida una tortura a partir de entonces. Capítulo 1 Norte de España. Principios del año 1802 en Santander. La peste, la más devastadora de las enfermedades, reinaba de forma implacable. Era el monstruo enviado por la muerte, que señalaba con su dedo inmisericorde, a todos aquellos que tenían la desgracia de cruzarse en su camino. Niños y adultos de toda condición morían o quedaban desfigurados, sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Los cementerios se llenaban de cadáveres y el terror se apoderaba de los vivos. Las gentes buscaban refugio en sus casas, cerrando puertas y ventanas, al amparo de una esperanza que no llegaba. Eran tiempos oscuros, dominados por el dolor y la resignación, en los que vivir se convertía en el mayor de los triunfos. En esos días de angustia, Jerónimo Saavedra, un humanista científico afincado en Santander, viajaba a Barcelona en un carruaje negro que se comía las millas a trompicones. Unas semanas atrás, recibió de forma inesperada una carta de su viejo amigo Diego Casares, un afamado médico barcelonés. En ella le invitaba a una reunión que tendría lugar en el Palacio Real Menor de Barcelona. El motivo era la presentación de una técnica revolucionaria que podría evitar la aparición de la peste. En la carta le escribía con gran satisfacción, que Cándido Sáez, médico de la embajada española en Gran Bretaña, sería el encargado de hacer la exposición, bajo el auspicio del señor Anacleto De Guzmán, antiguo miembro del órgano del Aula Regia. Jerónimo estuvo pensativo durante el viaje, sin decir nada ni prestar atención a sus compañeros de habitáculo, que, como él, parecían mudos. Juana, su única hija, acababa de fallecer víctima de la peste. En su rostro ojeroso se reflejaba la inquietud por separarse de Inés, su esposa, aunque solo fuera durante unos días. Antes de partir, le dio instrucciones para que saliera poco a la calle y no hablara con desconocidos. La advirtió que la peste era traicionera y extremadamente silenciosa. Podía venir de cualquier persona, incluso de aquellas con apariencia de estar sanas. Sumido en sus pensamientos, se dejó llevar por ellos, mientras el carruaje avanzaba por un camino embarrado. Ni el frío, que se colaba por todas las rendijas, ni el traqueteo constante, evitaron que se durmiera de forma profunda. De vez en cuando recibía algún golpecito en el pie para que dejara de roncar. Servía de poco. El sueño le había derrotado. Cuando despertó, poco antes de llegar a su destino, miró con cara de extrañeza a sus acompañantes. Enfrente, una mujer joven y poco distinguida, no le quitaba el ojo de encima; junto a ella se encontraba su madre, que miraba nerviosa por la ventanilla, deseando abandonar aquella caja de madera lo antes posible. Ambas se desplazaban a Barcelona para reclamar la herencia de un familiar lejano que había muerto rico. Jerónimo se fijó en la persona que se encontraba sentada a su lado, un sacerdote entrado en carnes que apenas le dejaba espacio. La expresión de su rostro era de apuro. No sabía dónde poner sus ojos, ya que existía el peligro de mirar en exceso a las dos mujeres, y que se interpretara como un gesto pecaminoso. Al inicio de la tarde, el carruaje accedió al patio de una posada en la calle del Este, en la Ribera, al sur de Barcelona. Era un barrio situado al otro lado del río, lejos de la jurisdicción de las autoridades. Jerónimo se