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En el país de Lindabrina y Ratón Pérez

Author/Uploaded by José María Merino


 
 
 
 
 
 
 
 Edición en formato digital: febrero de 2023
 En cubierta: ilustración © Jacobo Muñiz
 © José María Merino, 2023
 Diseño gráfico: Gloria Gauger
 © Ediciones Siruela, S. A., 2023
 Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada...

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 Edición en formato digital: febrero de 2023
 En cubierta: ilustración © Jacobo Muñiz
 © José María Merino, 2023
 Diseño gráfico: Gloria Gauger
 © Ediciones Siruela, S. A., 2023
 Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. 
 Ediciones Siruela, S. A.
 c/ Almagro 25, ppal. dcha.
 www.siruela.com
 ISBN: 978-84-19553-81-2
 Conversión a formato digital: María Belloso
 
 
 
 A mi nieta Ana, que ha cumplido siete años
 
 
 1
 Ana fue la primera que tuvo en su casa una puertecita de Ratón Pérez. La había comprado su mamá con unos muebles, en el tiempo en que Ana era todavía muy pequeña. Y cuando empezó a movérsele uno de los dientes centrales de la parte de abajo de la boca —incisivos, los llaman los mayores— su papá aprovechó una rotura que había en ese listón que recorre la parte baja de la pared, en el pasillo, para colocar la puertecita.
 —¿Por qué esa tabla se llama rodapié? —preguntó Ana, que era la primera vez que oía tal palabra.
 —Rodapié, rodapié… —decían su papá y su mamá, mirándose.
 —También se le llama friso —dijo al fin papá.
 —Y zócalo —añadió mamá. 
 —¿Rodapié? ¿Friso? ¿Zócalo? —preguntó Ana, que seguía sin entender aquellas palabras. 
 —Luego lo miramos en el diccionario… ¿Te gusta cómo queda la puerta de Ratón Pérez? 
 Hablaba mamá, que estaba a su lado.
 La puerta, pequeñita, se abría con un diminuto tirador, y dentro, pegado a la madera negra encajada en el hueco, estaba pintado un ratón de cabeza grande, de pie sobre las patas traseras y vestido con un traje, que llevaba en la mano un paquetito.
 —Es muy bonita —dijo Ana, porque la puertecita, puesta allí, recordaba muy bien a las de los portales de las calles, pero era de juguete—. ¿Y qué es eso que lleva el ratón? —preguntó.
 —Un regalo —le contestaron.
 —¿Un regalo? ¿Para quién?
 Cuando el diente había empezado a movérsele, a Ana le contaron que esos que tenía se llamaban dientes de leche, y que se le irían cayendo para ser sustituidos por los dientes definitivos, que le saldrían poco a poco. 
 —Los dientes de mayor —había dicho mamá, muy seria.
 Y ahora le decían que cada diente que se le cayese debería ponerlo debajo de la almohada, y que mientras estuviese dormida vendría Ratón Pérez a recogerlo —«Otros le llaman Ratoncito Pérez», le explicó mamá— y que a cambio le dejaría un regalo.
 —Ese paquetito que lleva el Ratón Pérez es un regalo por un diente caído.
 —¡Un regalo! —exclamó Ana, encantada de la noticia y tocándose el diente, para comprobar cómo estaba de suelto.
 —No te toques los dientes, deja que se caigan ellos cuando les corresponda… —dijo papá.
 El día en que se le cayó el primer diente, los papás de Ana se mostraron muy contentos, y aquella misma noche, a cambio del diente, que colocó con cuidado debajo de la almohada antes de quedarse dormida, Ratoncito Pérez le dejó un puzle —a Ana le encantaban los puzles— de 300 piezas, nada menos: el mapa de Europa, y un libro muy apetecible: Heidi, que su mamá era la primera novela que había leído en su vida, aunque Ana ya conocía otras, como El mago de Oz, y muchos cuentos… 
 Emocionada, Ana se lo contó a tres grandes amigos suyos del colegio, Hugo, Blanca y Chloe, y a Jaime, un vecino y también amigo. Todos ellos venían a su casa los miércoles por la tarde, a una clase de dibujo que les daba Paula, una amiga de la mamá de Ana.
 Al terminar la siguiente clase de dibujo, Ana les enseñó a todos ellos la puertecita colocada en el rodapié del pasillo.
 —Por ahí entra Ratoncito Pérez.
 Ante la curiosidad de los amigos de Ana, sus papás buscaron un libro muy gordo, que dijeron que era de una enciclopedia famosa, y les explicaron que muchos pueblos antiguos habían divinizado a los ratones. 
 Luego les leyeron en el ordenador lo que se decía en Internet del curioso personaje: bajo una forma u otra, Ratón Pérez, el que cambia nuestros dientes de leche por regalos, es conocido en todo el mundo. Se le llama «Ratón» o «Ratoncito Pérez» en casi todos los países donde hablamos español, que somos muchos, aunque en ciertas regiones como Cataluña, Cantabria o el País Vasco, reciben otros nombres como Angelito o Ardilla… Ratoncito se le llama en Francia y en Italia. Hada de los dientes, en Portugal y Alemania…
 —En muchos países orientales, como la India o el Japón, tiran los dientes al techo y piden que los nuevos dientes que les salgan sean de ratón, porque, como los ratones son roedores, tienen unos dientes muy buenos… Y en Palestina o Egipto hacen algo parecido. La caída de esos dientes llamados de leche siempre ha sido muy importante para la humanidad. 
 —¡Si en Madrid hay hasta un museo del Ratón Pérez! —contó la mamá de Ana.
 —¡Pues hay que ir a verlo! —propusieron los cinco amigos. 
 —Un día vamos las familias de los cinco, y luego almorzamos juntos —dijo el papá de Ana, y fue aplaudido por todos.
 Ninguno de los demás amigos había perdido todavía su primer diente, aunque a todos se les movían, pero a partir de entonces consiguieron que, en sus respectivas casas, los papás colocasen una de aquellas puertecitas en algún punto del rodapié…
 Un día, Blanca le contó con mucho secreto a Ana que por aquella puertecita se podía entrar. Estaba impresionadísima. 
 —Ayer, mientras mis papás veían el telediario y mi hermana jugaba con sus cosas, estuve mirando un rato la puertecita de Ratón Pérez, abriéndola y cerrándola, y de repente el ratoncito

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