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Alaridos de Amapolas (Spanish Edition)

Author/Uploaded by Margarita Alvarez Alvarez

ALARIDOS DE AMAPOLAS MARGARITA ÁLVAREZ ÁLVAREZ Copyright © 2023 Margarita Álvarez Álvarez Todos los derechos reservados. ISBN 978-84-09-51695-7 A Gabriel y a mis hijos. ÍNDICE CAPÍTULO 1 CAPÍTULO 2 CAPÍTULO 3 CAPÍTULO 4 CAPÍTULO 5 CAPÍTULO 6 CAPÍTULO 7 CAPÍTULO 8 CAPÍTULO 9 CAPÍTULO 10 CAPÍTULO 11 CAPÍTULO 12 CAPÍTULO 13 CAPÍTULO 14 CAPÍTULO 15 CAPÍTULO 16 CAPÍTULO 17 CAPÍTULO 18 CAPÍTULO 19 CAPÍ...

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ALARIDOS DE AMAPOLAS MARGARITA ÁLVAREZ ÁLVAREZ Copyright © 2023 Margarita Álvarez Álvarez Todos los derechos reservados. ISBN 978-84-09-51695-7 A Gabriel y a mis hijos. ÍNDICE CAPÍTULO 1 CAPÍTULO 2 CAPÍTULO 3 CAPÍTULO 4 CAPÍTULO 5 CAPÍTULO 6 CAPÍTULO 7 CAPÍTULO 8 CAPÍTULO 9 CAPÍTULO 10 CAPÍTULO 11 CAPÍTULO 12 CAPÍTULO 13 CAPÍTULO 14 CAPÍTULO 15 CAPÍTULO 16 CAPÍTULO 17 CAPÍTULO 18 CAPÍTULO 19 CAPÍTULO 20 CAPÍTULO 21 CAPÍTULO 22 CAPÍTULO 23 CAPÍTULO 24 CAPÍTULO 25 CAPÍTULO 26 CAPÍTULO 27 CAPÍTULO 28 CAPÍTULO 29 CAPÍTULO 30 CAPÍTULO 31 CAPÍTULO 32 CAPÍTULO 33 CAPÍTULO 34 CAPÍTULO 35 CAPÍTULO 36 CAPÍTULO 37 CAPÍTULO 38 CAPÍTULO 39 CAPÍTULO 40 CAPÍTULO 41 CAPÍTULO 42 CAPÍTULO 43 CAPÍTULO 44 CAPÍTULO 45 CAPÍTULO 46 CAPÍTULO 47 CAPÍTULO 48 CAPÍTULO 49 CAPÍTULO 50 CAPÍTULO 51 CAPÍTULO 52 CAPÍTULO 53 CAPÍTULO 54 CAPÍTULO 55 CAPÍTULO 56 CAPÍTULO 57 CAPÍTULO 58 CAPÍTULO 59 CAPÍTULO 60 CAPÍTULO 61 CAPÍTULO 62 CAPÍTULO 63 CAPÍTULO 64 CAPÍTULO 65 CAPÍTULO 66 CAPÍTULO 67 CAPÍTULO 68 CAPÍTULO 69 CAPÍTULO 70 CAPÍTULO 71 CAPÍTULO 72 CAPÍTULO 73 CAPÍTULO 74 CAPÍTULO 75 CAPÍTULO 76 CAPÍTULO 77 CAPÍTULO 78 CAPÍTULO 79 CAPÍTULO 80 CAPÍTULO 81 CAPÍTULO 82 CAPÍTULO 83 CAPÍTULO 84 CAPÍTULO 85 CAPÍTULO 86 CAPÍTULO 87 CAPÍTULO 88 CAPÍTULO 89 EPÍLOGO LA AUTORA CAPÍTULO 1 Año 844. El pueblo bullía, era día de mercado, hombres, mujeres y niños acudían de las aldeas cercanas a vender sus productos. Una variopinta amalgama de colores y sonidos se fundía con olores, algunos no muy agradables, que poblaban la pequeña plaza de tierra pisada. En días como aquel, la población se triplicaba. Griterío de unos y otros cantando los beneficios de aquello que ofrecían, traqueteo de carretas en continuo vaivén; mugidos de vacas nerviosas ante su inminente cambio de dueño; relinchos de caballos airados por el toqueteo a que se veían sometidos; cacareos de gallinas y niños felices correteando entre excrementos de animales, ajenos a las miradas reprobatorias de los dueños de las bestias. Algunos, los más intrépidos, bajaban la empinada cuesta que desembocaba en el Puerto para con mano ágil y descarada hurgar en los cestos de las mujeres que vendían el pescado recién capturado y conseguir en un descuido una de aquellas ansiadas piezas. Mateo estaba feliz, paseaba por la parte alta del pueblo observando el ir y venir de unos y otros. Le gustaba mirarlos en la distancia, allí donde el griterío no atormentase sus ancianos oídos que, al contrario que otros de su edad, parecían haberse agudizado con los años. Tras casi una vida como patrón de un pequeño barco pesquero, vivía una plácida existencia en aquella casa que dominaba, no solo el pueblo, sino también parte de su amado mar. Acababa de iniciar su paseo matinal junto a Rufo, su perro pastor. Siempre que su hija se ponía a limpiar su agitación le impelía a huir antes de que las voces de Mariana a sus hijos aturdieran sus pensamientos. Mariana había enviudado apenas unos meses después de casarse, “una desgracia” decían unos, “la terrible maldición de la casa Álvarez” decían otros… La única realidad se resumía en una mala caída mientras reparaba el techado de la que sería su casa. Desde aquella aciaga jornada mariana odió su futuro hogar y con su enorme barriga que portaba mellizos, se asentó en la vieja casona de su padre. Mateo recordaba aquel parto, largo, agónico, donde vieron la luz María y Mateo. De eso hacía ya 16 años y los chicos, con la inquietud propia de la edad, buscaban emociones más allá del hogar olvidando en quien reposaba el peso absoluto de todos los quehaceres. De ahí los lamentos y gritos que se repetían cada mañana, pues los chicos o dormían como lirones o escapaban en busca de aventuras obviando las protestas de la madre. Se adentró en el pequeño bosquecillo con Rufo brincando a escasos pasos. La penumbra moteada por algún tenue rayo de sol que se colaba entre la espesura y la escasa brisa, evocaban en el anciano una paz que creía olvidada desde que su hija y sus nietos se asentaran en su casa. Se sentó en aquel viejo tronco mientras contemplaba en silencio las carreras de Rufo. Suspiró, aquellos momentos eran impagables… —Padre, padre. Mariana alcanzó sofocada el tronco donde reposaba su padre. —¿Qué ocurre? —los ojos de su hija mostraban un terror ancestral. —¡Los Normandos! —¿Cómo dices? —Ven, corre, hemos de buscar a los chicos. —Pero cálmate, ¿qué me dices? Mateo siguió a su hija hasta el acantilado. Tres grandes embarcaciones se recortaban en el horizonte. —Los normados… —susurró. —¡Los niños! Debemos buscarlos. —Está bien, no te preocupes, ya me encargo yo. Vete a casa, cierra todo bien, coge una cesta con comida. Iremos a la cueva. Mariana partió entre sollozos. Mateo descendió la colina en busca de sus nietos. La gente ya había visto lo que se avecinaba y huían despavoridos en todas direcciones, el caos imperaba por doquier. Costaba avanzar, más siendo un anciano con achaques. En el pueblo algunos aldeanos se escondían tras el amago de muralla con algunas flechas y hachas mostrando un valor admirable que de nada les serviría. El cuerno de Odín resonó en la ensenada, rostros de terror y los valientes huyeron dejando tras de sí el escaso armamento. Mientras, Mateo gritaba los nombres de sus nietos, la desesperación hacía mella en todos y el anciano intentaba en vano mantener la calma. Su nieto apareció de la nada con el pelo revuelto. ¿Dónde está tu hermana? —Ni idea. —Vamos, hay que ir a la cueva. —¿Y María? En la pequeña cala bajo el acantilado, María rebuscaba entre las piedras en busca de fósiles o alguna fluorita con que aumentar su colección. Podía pasarse horas en aquel lugar, mecida por el murmullo de las olas. Un cuerno lejano la alertó. Oteó el escaso horizonte que las paredes rocosas le permitían, pero nada veía, quizás un barco pesquero. Nuevamente clavó sus ojos en el suelo pedregoso. Los botes avanzaban en dirección al puerto, dejando atrás las tres embarcaciones que

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