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Buenos tiempos

Author/Uploaded by Victoria González Torralba

Índice Cubierta Portadilla Nota de la autora Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Ca...

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Índice Cubierta Portadilla Nota de la autora Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Epílogo Agradecimientos Créditos A Diego, por creer que sí Nota de la autora El escenario recreado en esta novela no es real. Aunque he tomado como inspiración un paisaje concreto, en ningún caso ha sido mi intención retratarlo. Mi propósito ha sido reflejar la atmósfera de una localidad de la costa mediterránea en la década de los setenta del siglo pasado. Los personajes que aparecen en la novela son fruto de mi imaginación y no tienen correspondencia con ninguno de carne y hueso. Todos, menos uno. Aquellos fueron buenos tiempos, aunque entonces no lo sabía. Reconocemos la unidad de medida cuando ya es demasiado tarde. Nada es mejor que lo irrecuperable, nada más genuino que lo que fuimos. Sí, aquellos fueron buenos tiempos, aunque me ocurrieran las peores cosas. Capítulo 1 Vivimos dormidos hasta que algo nos arranca del sueño. La arena húmeda desprendía un tenue aroma a algas. Con el cuerpo entumecido, avancé por la playa como una sonámbula. El sol aún no asomaba por la línea del horizonte. Juan Sil, algo más adelantado, caminaba con decisión. Llevaba a cuestas los aparejos de pesca, la nevera con los cebos y un mal humor endémico. Era un hombre enérgico, incluso a aquellas horas intempestivas. Lo contemplé con ojos adormilados y pensé que, aunque coincidiéramos en un mismo espacio, habitábamos dimensiones diferentes. —Espabila, que al final saldremos los últimos. Su voz sonó grave, rasposa. Miré alrededor. No vi a nadie, ni en la playa ni adentrándose en el mar. Estábamos solos. Seríamos los primeros en salir, como siempre. Nos detuvimos junto a la barca, que descansaba boca abajo junto a otras de tamaño similar. Confundirse de embarcación resultaba imposible. La de Sil era roja, de un rojo chillón que te estallaba en la retina. Las sillas de su cantina también eran de ese color, así como la puerta que daba al almacén y la verja del jardín. La explicación a tanta exaltación cromática no respondía a una sensibilidad especial, sino a una prosaica realidad. En el pasado alguien le había saldado una deuda pagándole con botes de pintura roja. En la vida de Sil las cosas funcionaban así. La relación causa-efecto era una línea recta de trazo firme. Con más habilidad que fuerza, dimos la vuelta a la embarcación y depositamos en su interior los utensilios de pesca y el calzado del que nos acabábamos de desprender. Los zuecos de Sil resonaron al golpear contra las tablas. Constituían en él un signo distintivo. Le encantaba arrastrar los talones al caminar, dejando que la suela de madera raspara el suelo, igual que un fantasma tirando de sus cadenas. Algunas personas se parapetan detrás de gestos innecesarios. Se frotan las manos para aliviar un frío que no sienten, se rascan la cabeza fingiendo un picor que no padecen o miran con empeño el reloj sin importarles qué hora es. Simulan una necesidad que no existe. Sil campaneaba levemente las caderas al andar. Ninguna tara física justificaba ese movimiento. En su juventud se había enrolado en un barco mercante y él atribuía a aquella época el origen de su peculiaridad. —El mar te recuerda constantemente que no es fácil mantenerse en pie. En la tierra es bueno seguir recordándolo —afirmaba socarrón cuando le afeaban los andares. Yo tenía el convencimiento de que renqueaba por dejadez, como si con esa laxitud quisiera manifestarle al mundo su descreimiento. En todo caso, aceptaba aquella y sus muchas otras rarezas con naturalidad, del mismo modo que asumía sin inmutarme su mala reputación. Sobre él se rumoreaba que en el pasado había ejercido toda suerte de oscuros oficios y que como prestamista, actividad que desempeñaba con esmero y codicia, imponía severas condiciones. Sabía todo eso, como también sabía que conmigo siempre se había portado bien. Arrastramos la barca hasta la orilla valiéndonos de unos rodillos. Me quité la camiseta y los pantalones recortados. La humedad del amanecer se me adhirió a la piel. Agradecí la penumbra. Mi cuerpo me parecía un catálogo de defectos, sobre todo si lo comparaba con el de las turistas extranjeras que, con la llegada del buen tiempo, invadían la costa. Esas jóvenes voluptuosas, de pelo rubio y ojos descaradamente azules me hacían sentir culpable, como si mi presencia deslustrara el paisaje. Una emoción similar me embargaba cuando, a finales de junio, las veraneantes procedentes de Barcelona se instalaban en los flamantes chalés. Las muchachas de esas familias poseían un aura especial. Caminaban con aire despreocupado, dejando a su paso un aroma a colonia y la estela colorista de sus prendas, muy alejadas de las que yo debía resignarme a vestir. Al coincidir en la playa, el paseo o en los apartamentos que ellas disfrutaban y yo limpiaba, me sentía pequeña e insegura, aplastada por el peso del aplomo que da el dinero. Observé con disgusto mis caderas y mis piernas, demasiado rotundas. Intenté consolarme recordando la finura de mi talle, mis ojos almendrados y el gracioso hoyuelo que partía en dos mi barbilla. Ese era el escueto inventario de rasgos de los que me sentía orgullosa. El resto lo consideraba vulgar. De niña nadie había señalado mi belleza, ni siquiera como muestra de afecto. Llegada la edad de considerar la apariencia, no era capaz de esgrimir argumentos para rebatir esa ausencia de elogios. Me sujeté el pelo con una goma para evitar que la brisa lo arremolinara. La coleta no me favorecía, pero me daba igual. Sil era el único testigo y él tenía peor pinta que yo. Exhibía sin pudor

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