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Castillos de fuego

Author/Uploaded by Ignacio Martinez de Pison

Índice Portada Sinopsis Portadilla Libro primero. Noviembre de 1939 a junio de 1940 Libro segundo. Julio a diciembre de 1941 Libro tercero. Abril a octubre de 1942 Libro cuarto. Septiembre de 1943 a marzo de 1944 Libro quinto. Febrero a septiembre de 1945 Nota del autor Créditos Gracias por adquirir este eBook Visita Planetadelibros.com y descubre una nueva forma de disfrutar de la lectura ¡Regís...

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Índice Portada Sinopsis Portadilla Libro primero. Noviembre de 1939 a junio de 1940 Libro segundo. Julio a diciembre de 1941 Libro tercero. Abril a octubre de 1942 Libro cuarto. Septiembre de 1943 a marzo de 1944 Libro quinto. Febrero a septiembre de 1945 Nota del autor Créditos Gracias por adquirir este eBook Visita Planetadelibros.com y descubre una nueva forma de disfrutar de la lectura ¡Regístrate y accede a contenidos exclusivos! Primeros capítulos Fragmentos de próximas publicaciones Clubs de lectura con los autores Concursos, sorteos y promociones Participa en presentaciones de libros Comparte tu opinión en la ficha del libro y en nuestras redes sociales: Explora Descubre Comparte SINOPSIS Madrid, 1939-1945. Muchos luchan por salir adelante en una ciudad marcada por el hambre, la penuria y el estraperlo. Como Eloy, un joven tullido que trata de salvar de la pena de muerte a su hermano encarcelado; Alicia, taquillera en un cine que pierde su empleo por seguir su corazón; Basilio, profesor de universidad que afronta un proceso de depuración; el falangista Matías, que trafica con objetos requisados, o Valentín, capaz de cualquier vileza con tal de purgar su anterior militancia. Costureras, estudiantes, policías: vidas de personas comunes en tiempos extraordinarios. Castillos de fuego es una novela que encierra más verdad que muchos libros de Historia y que transmite el pulso de un tiempo en el que el miedo casi arrasa con la esperanza que, de forma natural, se abre camino entre la devastación. Una época de reconstrucción en la que la guerra ha acabado solo para algunos pero en la que nadie está a salvo, ni los que se alzaron a los pies del dictador ni los que lucharon por derrocarlo. Ignacio Martínez de Pisón regresa con una ambiciosa novela coral en la que mezcla una soberbia y documentada ambientación histórica con el fascinante devenir de un puñado de personajes inolvidable, y que supone la culminación de una gran trayectoria literaria coronada por libros tan celebrados por crítica y público como La buena reputación, El día de mañana y Dientes de leche . Ignacio Martínez de Pisón Castillos de fuego LIBRO PRIMERO NOVIEMBRE DE 1939 A JUNIO DE 1940 Hacía casi tres horas que había caído la noche. A ambos lados de la carretera, las hogueras señalaban la ruta desde las lomas cercanas. En las cunetas se apiñaban los vecinos de la comarca. Llevaban esperando desde primeras horas de la tarde. Para combatir el frío daban unas pisadas sin moverse del sitio y bajo sus suelas se oía el crujido de la escarcha, cri-cri. Quienes se habían provisto de cirios y hachones los encendieron al ver aparecer a los motoristas que abrían camino al cortejo. Algunos se santiguaron. Otros hincaron la rodilla en la tierra. Una mujer lanzó un lamento desgarrador. Alguien trató de consolarla: —¡Ánimo! Eran cuatro los motoristas. Llegaron a la curva de la destilería y se detuvieron a esperar, cruzados en mitad del pavimento. De lo alto del silo colgaba una pancarta con la efigie de José Antonio y la palabra PRESENTE en letras muy grandes. La había puesto al mediodía un grupito de flechas, que ahora, medio dormidos y muertos de frío, se arracimaban en torno a una hoguera. Un jefecillo de Falange los espabiló a gritos: —¡Vamos, vamos! ¡Ya están aquí! Los chicos corrieron a formar delante del único muro que quedaba en pie del almacén. El servicio de orden, integrado exclusivamente por falangistas, ocupaba el borde de la carretera. Valentín, en segunda fila, alargó el cuello. Creyendo que era buen sitio, se había situado en un apartadero de ganado. Ahora comprendía que se había equivocado. Desde allí no vería llegar al cortejo hasta que lo tuviera justo delante. Echó a andar en dirección a las primeras casas. Subidas a un murete de piedra que marcaba el lindero entre dos campos había unas niñas de expresión afligida. Se puso junto a un grupo de campesinos que apretaban la boina entre las manos. Los motoristas, entretanto, habían vuelto a adelantarse. Pasaron unos minutos y, por fin, se hizo visible el indeciso resplandor de los faroles. Unos sacerdotes con casullas blancas acompañaban la cruz alzada que encabezaba el séquito. Todos, a su paso, contuvieron el aliento conmovidos. Luego, de forma casi unánime, levantaron el brazo para recibir el féretro, que venía una veintena de metros por detrás. Estaba colocado sobre dos largas andas y cubierto por una bandera de Falange. Cargaban con él dieciséis jóvenes que desafiaban el frío con sus camisas desabrochadas y sus mangas recogidas hasta el antebrazo. Valentín observó el paso de los portadores, de movimientos cortos pero rápidos, las rodillas apenas flexionadas, las suelas pegadas al terreno como si lo estuvieran midiendo. En el silencio de la noche se distinguía perfectamente el sonido agitado de sus respiraciones. El jefe de ruta, también con la camisa arremangada, caminaba en paralelo diciendo a media voz: —Izquierda, derecha, izquierda, derecha… Se oyó entonces una breve serie de sollozos que desembocó en un agudo chillido. Las niñas del murete, dominadas por la emoción, lloraban a lágrima viva. Las madres, sin ocultar su satisfacción, acudieron a consolarlas mientras los jefes de centuria que seguían al féretro las observaban comprensivos. Detrás de ellos avanzaban los hombres que debían efectuar el relevo. Una escuadra de jóvenes con faroles y otra con los fusiles apuntando hacia abajo, a la funerala, los separaban del siguiente grupo, uno de los más numerosos del cortejo. Valentín buscó con la mirada a Revilla, que no podía andar muy lejos. Lo reconoció por sus andares levemente bamboleantes, los hombros caídos, la cabeza gacha. Como había órdenes de respetar en todo momento un riguroso silencio, solo se atrevió a susurrar su nombre: —¡Don Matías…! El hombre, que acababa de llevarse un pañuelo a la boca, le saludó con la mano libre. Valentín se unió a la marcha y fue poco a poco abriéndose camino para llegar hasta él. —¿Qué tal anda tu madre? —Sigue muy desanimada, don Matías. Comprenderá usted que… Les interrumpió el estruendo de las salvas

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