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La chica que vive al final del camino

Author/Uploaded by Laird Koenig


 Rynn acaba de cumplir trece años y lo celebra sola en su casa. Nadie sabe mucho de ella. Solo que se hace la interesante, no habla con nadie, cobra los cheques de viaje de su padre y da esquinazo a las visitas inoportunas. En su casa hace lo que quiere: fuma cigarrillos, se entrega a la poesía de Emily Dickinson y establece una amistad peculiar con un muchacho cojo que dice ser mago. Hace ti...

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 Rynn acaba de cumplir trece años y lo celebra sola en su casa. Nadie sabe mucho de ella. Solo que se hace la interesante, no habla con nadie, cobra los cheques de viaje de su padre y da esquinazo a las visitas inoportunas. En su casa hace lo que quiere: fuma cigarrillos, se entrega a la poesía de Emily Dickinson y establece una amistad peculiar con un muchacho cojo que dice ser mago. Hace tiempo que su padre no se deja ver por el pueblo, y los vecinos empiezan a hacer preguntas: ¿dónde está su padre? ¿Qué se oculta en esa casa que se alza al final del camino?
 Laird Koenig
 
 
 
 La chica que vive al final del camino
 
 
 
 Título original: The Little Girl Who Lives Down the Lane
 
 Laird Koenig, 1973
 
 Traducción: Jon Bilbao, 2023
 
 
 
 
 Revisión: 1.0
 
 
 
 04/05/2023
 
 Autor
 
 
 
 LAIRD KOENIG (Seattle, 1927) es guionista, dramaturgo y novelista. Estudió Literatura y Psicología en la Universidad Estatal de Washington, trabajó como publicista en Nueva York y se mudó en la década de los 60 a Los Ángeles, donde comenzó a trabajar como guionista. Escribió su primera novela, The Children Are Watching en colaboración con Peter L. Dixon, y la obra saltó a la gran pantalla en 1978 con el título Attention, les enfants regardent, producida y protagonizada por Alain Delon. Su segunda novela, La chica que vive al final del camino (1973), también fue llevada al cine en 1976, protagonizada por Jodie Foster, Mort Shuman y Martin Sheen. Actualmente vive en Santa Bárbara.
 1
 
 Era una noche de las que le gustaban a la niña.
 
 Estaba frente a la ventana aquel último día de octubre, y observaba el mundo estremecerse al filo del invierno. El viento frío sacudía los tallos de las flores muertas del jardín y arrancaba las últimas hojas de los arces, arrojándolas a la oscuridad como jirones de papel negro. De un tirón, la niña corrió las cortinas y ocultó la noche.
 
 Corrió descalza a la chimenea de piedra y, con un atizador de hierro, empujó los leños hasta que las ascuas crepitaron y volvieron a desprender llamas. Extendió las manos ante la lumbre y sintió su luz y su calor extenderse hacia el salón y la cocina de lo que, hasta hacía cien años, había sido una granja. El propietario había instalado una estufa de gas contra la pared, pero a la niña le encantaban la calidez del fuego y el olor acre que desprendían los leños de arce.
 
 Con un par de pasos más, rodeó una mesita de café y una mecedora, y se acercó a los relucientes diales metálicos de un equipo de música. Subió el volumen y el sonido manó de los altavoces y se elevó hacia los huecos en sombra entre las vigas. El Concierto para piano n.º 1 de Liszt, interpretado por una de las mejores orquestas sinfónicas del mundo, se fue hinchando y alcanzó con sus latidos todos los rincones, hasta que pareció que la pequeña casa fuera la propia orquesta. El glorioso sonido envolvió a la niña e hizo que su corazón y la música palpitaran al unísono. Subió el volumen y la música cobró mayor presencia aún.
 
 Nadie iba a llamar por teléfono ni aporrear la puerta para quejarse del ruido. El vecino más cercano vivía a un cuarto de milla, en el mismo camino cubierto de hojas muertas.
 
 La niña se quedó inmóvil en el centro de la habitación. Esperó en la oscuridad casi total mientras la luz tenue y temblorosa del fuego empujaba las sombras hacia los rincones.
 
 Esperó. Pronto llegaría el momento que durante tantos días había aguardado.
 
 Desde primera hora de la mañana, con la salvedad de su paseo hasta el pueblo bajo la lluvia otoñal, había pasado el día limpiando la casa. De rodillas, había encerado el suelo de roble. Había quitado el polvo y sacado brillo a los sencillos muebles de madera sin pintar que, en septiembre, habían atraído en dos ocasiones a la casa a un anticuario con ropa ceñida de cuero negro y que olía a clavo, con ofertas crecientes para comprarlos todos. Cuando su padre le explicó que la mayor parte de las piezas no le pertenecían y que, por lo tanto, no las podía vender, el anticuario había negado con la cabeza, entristecido. Se trataba, les dijo mientras hacía el amor con la mirada a la mesa, las sillas, los candelabros, el sofá y la alfombra trenzada, de algunos de los mejores ejemplos del estilo colonial americano que había visto en su vida. El suelo y los muebles, pulidos por los años, brillaban a la luz de las llamas. Hasta la alfombra trenzada que había bajo la mesa de alas abatibles, y que supuestamente tenía siglo y medio de antigüedad, casi había recuperado su colorido original después de que la niña la sacara afuera y le quitara todo el polvo a golpes. En la cocina, separada del salón por una encimera de madera, el metal de unos modernos fogones y de la nevera reflejaba el brillo del fuego.
 
 En la encimera de la cocina la niña abrió una caja de cartón y, con mucho cuidado, usando ambas manos, extrajo una pequeña tarta recubierta de glaseado amarillo pálido y la colocó en una fuente. Aunque se manchó las manos con el polvo de azúcar, no se chupó los dedos. Se limpió con papel de cocina.
 
 Fue colocando trece velitas amarillas en la superficie reluciente y satinada de la tarta, bien erguidas y en círculo. El resto de las velas lo devolvió al cajón. Encendió una cerilla, la primera de las tres que iba a necesitar, y la fue desplazando todo lo rápido que pudo para dotar de vida a las velas; trece velas con llamas danzarinas. Cuando sacudió la cerilla para apagarla, la silueta de su mano resplandecía escarlata

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