La noche siempre llega


 
 
 
 Índice
 
 Portada
 
 
 Sinopsis
 
 
 Portadilla
 
 
 Dedicatoria
 
 
 Cita
 
 
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 Sinopsis
 
 
 Lynette está peligrosamente cansada. Entre cuidar a su hermano discapacitado, estudiar y trabajar, hay días en los que quiere tirar la toalla. Pero tiene un sueño que la motiva a seguir adelante y que, después de años de esfuerzo, está al alcance de su mano: comprar la modesta casa en la periferia de Portland donde vive con su familia. Es la única manera de asegurarse un futuro medianamente digno. Cuando su plan se viene abajo, Lynette, en un intento por salvar la situación, se embarcará en una odisea desesperada de 48 horas a través de una ciudad en la que reina la codicia y la ambición.
 Un libro contundente. Una historia dura pero llena de lucha y esperanza. Y todo ello combinado con el personal estilo del autor que, como lo define John Connolly, convierte sus novelas en dulces baladas «tristes, inquietantes y extrañamente hermosas».
 
 
 La noche siempre llega
 
 Willy Vlautin
 
 Traducción del inglés por Jesús Carrasco
 
 
 
 
 
 
 
 
 Para el Portland que le permite a un esforzado pintor de casas comprar la suya propia
 
 
 
 
 
 La clave es no ser demasiado codicioso.
 El 45.º presidente de los Estados Unidos de América
 
 Creedme, chicos. El oro es una cosa verdaderamente diabólica. En primer lugar, altera por completo tu carácter. Cuando lo tienes, tu alma ya nunca vuelve a ser la de antes. Dejas de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto. Ya no puedes ver claramente lo que es bueno y lo que es malo.
 B. TRAVEN, El tesoro de Sierra Madre
 
 
 1
 Kenny la agarró por el tobillo con las dos manos y empezó a tirar de ella para sacarla de la cama. Una pequeña lámpara sobre la cómoda era la única luz de la habitación y él estaba frente a ella vestido con su camiseta de Superman y sus pantalones de pijama. Era invierno y el radiador portátil que había en medio de la habitación calentaba poco, por lo que su respiración formaba pequeñas nubes que se desvanecían.
 Lynette se despertó súbitamente y miró al reloj en la mesilla de noche: las tres de la madrugada.
 —Voy a dormir quince minutos más, así que, por favor, no me toques ni digas nada hasta entonces.
 Aunque tenía treinta años, salió de la cama vestida con los pantalones de una niña de diez y calcetines de lana. Apagó la luz de la cómoda y volvió a meterse bajo el edredón.
 En la oscuridad, la respiración de Kenny se hizo más ruidosa.
 —Vete arriba —gritó Lynette.
 Kenny empezó a sollozar.
 —Por favor —suplicó ella, pero él no paró, sino todo lo contrario, así que, finalmente, Lynette encendió la lámpara de la mesilla de noche que había junto al despertador y lo miró—. Dios, no empieces a llorar. Es muy temprano y estoy agotada y ya sabes que me pongo insoportable cuando estoy agotada. Pero aun así bajas cada mañana aunque sabes que no debes hacerlo. Cada mañana lo mismo.
 Kenny tenía la cara enrojecida y algunas lágrimas rodaban desde sus ojos.
 —Venga, para ya. Estoy muy cansada para que llores. Tienes que dejarme dormir. —Se tapó la cabeza con la sábana, las dos mantas y el edredón y desde allí debajo añadió—: Conoces las normas. Tienes que esperar hasta que suene el despertador. Esa es la regla. Cuando la alarma suene puedes bajar. Antes no. Te lo he dicho un millón de veces. Solo tienes que quedarte arriba, en la escalera. Esperas hasta oír el despertador. Lo hemos hablado muchísimas veces. ¿No te acuerdas?
 Su hermano negó con la cabeza.
 —Puedo saber que te acuerdas solo por cómo respiras.
 Kenny volvió a negar al tiempo que empezaba a sonreír y le agarraba una pierna por encima de la ropa de cama.
 Ella apartó el edredón.
 —Joder, vale, está bien, tú ganas. Pero solo me levanto si tú te lavas los dientes.
 Kenny negó de nuevo.
 —Tu aliento podría matar a alguien. Incluso con el frío que hace puedo olerlo. Ponte el chándal limpio que te dejé listo, lávate los dientes y mientras tanto yo me preparo para ir a trabajar. ¿De acuerdo?
 Kenny negó con la cabeza una vez más.
 —En cinco segundos voy a volver a enfadarme. —Lynette señaló las escaleras hasta que su hermano empezó a ir hacia ellas. Desde la cama lo vio marcharse.
 Kenny tenía treinta y dos años y no paraba de engordar. Su cuerpo se había convertido en una pera. Medía casi uno ochenta y caminaba como un pato. Tenía el pelo castaño y fino y una calva que le crecía en la coronilla. Sufría ataques todos los meses y no hablaba salvo por algunos sonidos que emitía, similares a palabras. Los médicos decían que tenía la inteligencia de un niño de tres años, lo cual a veces parecía poco y otras, demasiado.
 Kenny subió pesadamente las escaleras y solo