Los SEIS primeros casos del COMISARIO CARAVAGGIO (Spanish Edition)

Los SEIS primeros casos del COMISARIO CARAVAGGIO Ana Gomila Domènech ____________________________________________ Los casos del comisario Caravaggio, 1-6 ©ANA GOMILA DOMÈNECH, @ana_gomila_domenech El copyright alienta la creatividad, estimula la diversidad, promueve el diálogo y contribuye a desarrollar el talento de autores, ilustradores y traductores. Gracias por comprar una edición legal de este libro y no cederlo ni reproducirlo, ni en parte ni en su totalidad, por cualquier medio -ya sea electrónico, mecánico, informático…- no autorizado previamente y por escrito por la titular de dicho copyright. Diríjase a CEDRO (el Centro Español de Derechos Reprográficos) a través de la web www.conlicencia.com o los teléfonos 91 702 19 70 / 93 272 04 47 si desea fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. A todos nos gusta cobrar por nuestro trabajo y verlo reconocido como se merece. ¡De nuevo gracias y feliz lectura! Diseño de cubiertas: MARTA MIRANDA, @ladymiranda Fotografías generosamente cedidas por: ERSAN KAYA, @epatlis Desde siempre y para siempre, teşekkür ederim a los dos. Este libro electrónico COMPRENDE las novelas Un acto reflejo Corazón tan negro La muerte en vacaciones Así es Aquel trueno La sangre siempre … (Continuará) UN ACTO REFLEJO Ana Gomila Domènech _____________________________________________ 2ª EDICIÓN (REVISADA) Los casos del comisario Caravaggio, 1 PRIMERA PARTE I El comisario jefe Giuseppe Caravaggio contempló la ostentosa estufa de cerámica nívea que presidía el invernadero de su casa y se sonrió. Aunque había de reconocer que jamás sería lo bastante hábil para dominar aquel artefacto demoníaco y conseguir que funcionara a pleno rendimiento, este seguía proporcionándole innumerables ratos de diversión y algo de consuelo. Quizá aquella estufa descomunal -de la que se había encaprichado por catálogo y que tantas discusiones con su deprimida esposa ocasionara-, panzuda como una tetera y profusamente decorada con edelweiss en altorrelieve, encajase en el relamido salón de baile de algún absurdo palacete bávaro, pero en mitad del invernadero de su dúplex londinense se hallaba decididamente fuera de lugar y hacía que se sintiera como un Sombrerero Loco reducido por los jíbaros… lo cual resulta, sin duda, mucho más emocionante que alimentar la estólida vulgaridad de una salamandra de hierro fundido. El comisario sacudió la cabeza al ritmo de una melodía imaginaria y se revolvió, en busca de nuevos alicientes, sobre su cómoda butaca de pana color amarillo mostaza. La escasa vegetación del invernadero podría considerarse otro de sus fracasos domésticos, pues una buena mitad de las plantas que adquiriera al terminar de edificarlo había perecido y la otra diríase a punto de hacerlo. Caravaggio suspiró con estoicismo: al menos allí se estaba calentito y a resguardo de la sempiterna humedad. Además, gracias a su “amigo Fritz”, podía hacer desaparecer rápida y eficazmente cualquier vestigio de las actividades que le estaban vetadas en cuanto advertía que se acercaba su mujer con ánimo censor y espíritu de tormenta. En sus más de treinta años de matrimonio, había aprendido a reconocerlos en la cadencia irregular de sus pasos. Sabina detestaba que se ensimismara en el periódico, que comentase en voz alta las noticias más relevantes, que se carcajeara con las tiras cómicas, que rellenase los crucigramas, que señalara los programas televisivos que tenía intención de ver y de los que, llegada la hora de emisión, se olvidaba puntualmente. Tampoco soportaba que devorase novelas policíacas -que solían suscitarle interminables ataques de hilaridad-, ni que fantaseara hojeando revistas de country life, ni que pintase inofensivas acuarelas de perros y gatos retozones, ni que se encaramara a un escabel para cotillear con las vecinas por encima de la tapia del patio, ni que regresase del mercadillo local cargado de antigüedades rústicas y tarros de mermelada de naranjas amargas casera... Pero, más que cualquier otra afición suya, odiaba que siguiera cavilando en sus pesquisas una vez acostados; lo cual no era difícil de adivinar, dada su inveterada tendencia a hablar en sueños. Sabina era celosa por naturaleza. Odiaba la vida y, a menudo, también a él. Cuando la conoció, era una joven y alegre camarera que se hacía llamar Ginger Ale por algún motivo que, en el mejor de los casos, podría estar relacionado con su color de cabello, un rubio tostado muy peculiar que cuadraba a las mil maravillas con su carácter efervescente. Trabajaba poniendo pintas en un pub cercano a la Academia de Policía y todos los suboficiales en ciernes se disputaban sus generosos favores. La mayoría eran más altos, más rubios, más esbeltos, de buena familia y habían frecuentado mejores colegios que el joven Caravaggio, que además de ser huérfano solo contaba a su favor con un par de brillantes, expresivos y aterciopelados ojos, negros como cuentas de ébano, que tenían el poder de fijarse en los de su interlocutor hasta arrancarle cualquier confesión. Beppe residía en una ramplona pensión del barrio, de la que emergía cada mañana tan limpio, afeitado y perfumado como si viviera en el más confortable de los hoteles. Sus compañeros confiaban en él y lo incluían en sus juergas, aunque apenas bebía y siempre se acostaba temprano. Nadie lo había oído quejarse jamás, por ingratas que fueran las tareas que le asignaban en la Academia, ni manifestar indicios de pereza y, pese a ser la viva encarnación de la eficiencia, procuraba no destacar demasiado para no dejar en mal lugar al resto de aspirantes al Cuerpo. Sabina lo escogió por marido cuando, como suele decirse, “se encontraba en un apuro”. Para colmo, su último amante, que estaba casado y ocupaba un puesto de responsabilidad en el escalafón policial, se negó a divorciarse de su mujer escudándose en unas arraigadas convicciones religiosas que, en su día, no habían impedido que se acostase repetidamente con Ginger Ale. Aunque en los momentos álgidos de su relación Sabina hubiera acariciado la idea de convertirse en su esposa, más que nada por la tranquilidad económica que ello habría supuesto, en el fondo nunca se había hecho demasiadas ilusiones… así que, cuando él rechazó asumir la paternidad del hijo que esperaba, ni le extrañó ni se sintió especialmente decepcionada. Abortar no