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Manual de panadería mágica para usar en caso de ataque

Author/Uploaded by T. Kingfisher


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 UNO
 
 
 Había un cadáver de una niña en la panadería de mi tía.
 
 
 Se me escapó un gemido vergonzoso y retrocedí un paso, y luego otro, hasta que salí corriendo por la puerta. La mayor parte del tiempo la mantenemos abierta porque de otra forma los enormes hornos sueltan...

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 UNO
 
 
 Había un cadáver de una niña en la panadería de mi tía.
 
 
 Se me escapó un gemido vergonzoso y retrocedí un paso, y luego otro, hasta que salí corriendo por la puerta. La mayor parte del tiempo la mantenemos abierta porque de otra forma los enormes hornos sueltan un calor sofocante. Pero eran las cuatro de la madrugada y nadie los había encendido aún.
 
 
 A primera vista, supe que estaba muerta. No es que haya visto una gran cantidad de cadáveres en mi vida (apenas tengo catorce años, y ser panadera no es una profesión con altas tasas de mortalidad), pero la sustancia roja que fluía debajo de su cabeza no era precisamente relleno de frambuesa. Y estaba tendida en el piso en un ángulo extraño. Nadie escogería esa postura para echarse a dormir, y menos aún se metería a hurtadillas a una panadería a dormir una siesta.
 
 
 Sentí que se me retorcía espantosamente el estómago, como si una mano lo agarrara para exprimirlo con fuerza, y me tapé la boca con ambas manos para no vomitar. Ya había suficiente desastre por limpiar, sin tener que añadir el desayuno que me acababa de comer.
 
 
 Lo peor que yo había visto en la cocina era la ocasional rata… no vayan a tomarlo a mal, que nuestro local es un local tan limpio como se puede esperar, pero en esta ciudad es muy difícil evitar las ratas… y una rana zombi que llegó desde el canal de la catedral, aguas arriba, pues a veces desechan el agua bendita con descuido allá y nos llega una plaga de ranas, salamandras y otras alimañas que parece que vinieran del más allá. (Los peores son los cangrejos de agua dulce. Uno puede deshacerse de las ranas zombi con una escoba, pero para librarse de los cangrejos zombi se necesita un cura.)
 
 
 Sin embargo, yo hubiera preferido un montón de ranas zombi a un cadáver humano.
 
 
 Tengo que decirle a tía Tabitha. Ella sabrá qué hacer. No es que mi tía tenga cadáveres en la panadería con frecuencia, pero es una de esas personas competentes que siempre sabe lo que se debe hacer en cualquier situación. Si una manada de centauros hambrientos llegara a la ciudad y se lanzara al galope tendido por las calles, para devorar a niños pequeños y gatos, ella empezaría a montar barricadas con total tranquilidad, y a empuñar una ballesta, como si fuera algo que hiciera todas las semanas.
 
 
 Desafortunadamente, para llegar al pasillo que lleva a las escaleras que suben a su cuarto, tengo que atravesar la cocina, y eso quiere decir que debo pasar al lado del cuerpo. De hecho, implica pasar por encima de él.
 
 
 Bueno, bueno… ¿Pies míos, me siguen? ¿Las rodillas también? ¿Vamos a hacerlo juntos?
 
 
 Pies y rodillas reportaron su aprobación. El estómago no estaba demasiado contento con el plan. Así que me ceñí la barriga con un brazo y con la otra mano me tapé firmemente la boca, en caso de que hubiera una rebelión estomacal.
 
 
 Bueno, bueno… aquí vamos.
 
 
 Volví a la cocina. Allí pasaba seis días cada semana, a veces los siete, yendo de un lado a otro para poner masa sobre los mesones y meter moldes al horno. He cruzado la cocina cientos de veces en un solo día, sin siquiera pensarlo. Ahora me parecía una distancia kilométrica a través de un paisaje hostil y desconocido.
 
 
 Tenía un dilema. No quería ver el cadáver, pero si no lo miraba, bien podía ser que lo pisara, que la pisara a ella, a la niña, y no soportaba la sola idea de hacerlo.
 
 
 No me quedaba más remedio. Miré hacia abajo.
 
 
 Sus piernas estaban extendidas en el piso. Llevaba unas botas mugrientas y la calceta de un pie no era igual a la del otro. Eso me acongojó. Quiero decir, era triste que estuviera muerta, claro, a menos que hubiera sido una mala persona, pero morir con calcetas disparejas me parecía aún más triste.
 
 
 La imaginé poniéndose lo primero que encontró, sin que se le cruzara por la mente que, unas horas después, una aprendiz de panadera y maga en ciernes estaría dando un rodeo de puntillas alrededor de ella y reflexionando sobre las peculiares características de lo que usaba en sus pies.
 
 
 A lo mejor había una lección moral en todo eso, pero no soy sacerdote. Pensé alguna vez en serlo, pero no les gustan los magos, ni siquiera los más insignificantes, cuyos modestos talentos se reducen a lograr que la levadura del pan leude lo suficiente y a evitar que la masa de repostería se pegue. Más o menos cuando me di por vencida en eso de la vida religiosa, tía Tabitha me trajo con ella a la panadería, y el canto de las sirenas que eran la harina y la margarina se encargaron de sellar mi destino.
 
 
 Pensé en qué sería lo que selló la fortuna de esta pobre niña. Tenía casi todo su cabello sobre la cara, así que no era fácil calcular su edad, y yo no estaba mirándola muy de cerca. Sin embargo, intuí que era pequeña, no mucho mayor que yo. ¿Cómo había terminado muerta en nuestra panadería? Alguien con hambre o frío bien podía querer colarse aquí, porque es calientita incluso de noche, y siempre se encuentra algo de comer, aunque fuera en la vitrina del pan del día anterior. Pero nada de eso explicaba por qué estaba muerta.
 
 
 Alcanzaba a verle un ojo, abierto. Desvié la mirada nuevamente.
 
 
 A lo mejor había resbalado y se había golpeado la cabeza. Tía Tabitha siempre jura que voy a acabar desnucándome con esa forma de correr por la cocina,

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