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Sundial (Runas) (Spanish Edition)

Author/Uploaded by Ward, Catriona


 
 
 SUNDIAL
 CATRIONA WARD
 Traducción de Cristina Macía
 ALIANZA EDITORIAL
 
 
 
 Para Agnes Matilda Cavendish Gibbons y Jackson Blair Miller,
 los ahijados más deslumbrantes que nadie pueda imaginar.
 
 
 
 
 Rob
 La varicela me lo confirma: mi marido tiene otra aventura.
 Le encuentro la primera ampolla a Annie la mañana...

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 SUNDIAL
 CATRIONA WARD
 Traducción de Cristina Macía
 ALIANZA EDITORIAL
 
 
 
 Para Agnes Matilda Cavendish Gibbons y Jackson Blair Miller,
 los ahijados más deslumbrantes que nadie pueda imaginar.
 
 
 
 
 Rob
 La varicela me lo confirma: mi marido tiene otra aventura.
 Le encuentro la primera ampolla a Annie la mañana de la fiesta en casa de los Goodwin. Está en la bañera y la ventana es un cuadrado azul de cielo invernal. La sombra de las ramas desnudas del sicomoro aparece bien definida contra los azulejos blancos. Annie está sentada en el agua tibia, con las piernas cruzadas. Mueve los labios con una canción secreta que solo oyen los animales de plástico que flotan a su alrededor. Annie nunca se baña a temperatura superior a la de la sangre. No le gustan las cosas muy saladas, ni muy dulces, ni muy ácidas, y en sus cuentos favoritos no sucede nada. Desconfía de los extremos. Me preocupa el físico de mi segunda hija como nunca me preocupó el de Callie. Annie es menuda para tener nueve años. Todo el que la ve cree que es más pequeña. Callie me preocupa por otras cosas.
 La fiesta de los Goodwin es una tradición de enero. Como ellos dicen, «toca tunda a la tristeza». Son nuestros vecinos de la izquierda, una familia alegre. Tienen dos hijos muy espabilados, Sam y Nathan, más o menos de la edad de Callie. También tienen amigos interesantes y muy buen gusto para el vino, la comida y el arte. Nuestra familia aguarda siempre con expectación el acontecimiento. En casa de los Goodwin lo pasamos muy bien.
 Annie se inclina hacia delante y habla en susurros con el patito de goma que tiene en el regazo. Le veo la columna vulnerable, las pinceladas oscuras de pelo contra el cuello, y se me hace un nudo caliente en la garganta. No sé si a los demás les pasa lo mismo, pero muchas veces soy incapaz de distinguir el amor de las náuseas.
 —Arriba las manos —digo.
 Annie obedece, y entonces lo veo: tiene una marquita roja en el brazo. La identifico al instante. Le pongo una mano en la frente, en la espalda. Tiene la piel caliente. Demasiado caliente.
 Annie se rasca el sarpullido y le cojo la mano.
 —Para —le digo con cariño—. O se te pondrá peor, remolachita.
 Deja escapar un bufido consternado.
 —No soy una remolacha —dice.
 —Entonces eres una coliflor.
 —¡No!
 —¿Una lechuga?
 —¡No, mamá!
 Pero deja de rascarse. Mi hija es dócil.
 Me doy cuenta de que me estoy rascando el brazo por imitación. A veces confundo el cuerpo de mis hijas con el mío.
 Meto a Annie en la cama y abro el armario del cuarto de baño. Son los estantes atestados de una familia ajetreada y con dos niñas. Aparto el jarabe para la tos, las maquinillas de afeitar, los cortaúñas, la medicación de Irving para la diabetes, mis píldoras anticonceptivas, un irrigador bucal que no usamos nunca, analgésicos, una cajita rota de polvos compactos. Voy a hacer limpieza en cuanto tenga un momento. Encuentro al fondo lo que busco: un frasco entero de calamina. Hay una costra de restos secos en la boca del recipiente, pero no está caducada. La compré hace unos meses para el eccema de Callie.
 Annie tiene casi 39 y la mirada más perdida que de costumbre. Debería haberme dado cuenta antes. El reflujo de culpa me sube desde el estómago. Se rasca el brazo.
 —No, cariño —le digo.
 Le cojo unos guantes del cajón, busco cinta adhesiva en la caja de herramientas de Irving y se los pego a las mangas del pijama. Le doy paracetamol y le pongo calamina por todo el cuerpo.
 —Rob —me llama Irving desde el piso de abajo. Tiene voz de mañana, ronca—. La avena ya está. —Carraspea, tose—. Y el café —añade.
 Me siento al lado de Annie y, por un segundo, me dejo dominar por el agotamiento. La presencia de mi hija menor me resulta tranquilizadora, me hace proclive a la meditación. Irving y yo llevamos mucho tiempo en este tiovivo.
 Visualizo mentalmente un árbol de decisiones. Luego, bajo para dar la noticia.
 En la cocina, Callie está hablando en voz alta, efervescente.
 —Y lo han pillado por la cámara de seguridad de la estación de servicio. Compró el cemento ahí.
 —¿Eso quién te lo ha dicho, cariño? —pregunta Irving con cierta tensión en la voz. Casi me da pena. A Callie le encanta hablar de asesinatos durante el desayuno—. ¿Qué has estado leyendo?
 —Cosas, por ahí —dice Callie—. A la mujer la absolvieron. Era difícil de demostrar. Le habían inyectado aire, ¡aire, nada más! Em-bo-lis-mo... ¿emblismo? No, embolismo.
 Voy con Irving, que está ante la cafetera.
 —Annie tiene varicela —le digo en voz baja—. ¿Cómo es posible? ¿Dónde se ha contagiado? Además, está vacunada.
 —La vacuna no es cien por cien efectiva.
 Irving tiene ojeras profundas y bolsas en torno a los ojos cargados de secretos. Ha pasado mala noche.
 —Qué suerte tenemos, somos del uno por ciento —digo.
 Sonríe con los labios apretados y sirve cucharadas de avena en el cuenco de Callie, que tiene dibujitos de ciervos que corren por el borde, justo por encima de los copos. Añade cuatro trozos de fresa y vierte por encima el sirope dulzón que a ella le encanta. Le pongo una mano en el hombro a modo de aviso. No te pases. El organismo de Callie no le dice cuándo está saciada. Si no la vigilamos, sigue comiendo hasta que le duele, hasta que vomita. Dos niñas enfermas el mismo día sería demasiado para mí.
 Irving se sacude mi mano como un caballo para quitarse de encima una mosca y sigue añadiendo sirope. Le encanta el dulce, pero no puede comerlo. Atiborra a su hija con todo lo que a él no se le permite. Pero luego no se queda en vela junto a su cama por la noche.
 Callie, sentada a la mesa,

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