Author/Uploaded by Iván Ferreiro; María Rod
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47 ...
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Editado por HarperCollins Ibérica, S. A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid Meteoro y el Señor Conejo © Iván Ferreiro y María Rodríguez, 2023 © 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A. Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia. Diseño de cubierta: María Pitironte Ilustración de cubierta: Marcos Balfagón ISBN: 9788491398691 Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L. Índice Créditos Dedicatoria Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Agradecimientos A Leiva 1 Los músicos nunca se conocen de una vez. Nos vamos encontrando por ahí al coincidir en los mismos sitios; nuestros recorridos son limitados, al fin y al cabo. Por ejemplo, yo conocí a Coque Malla la tercera vez que nos vimos, aunque para él fue la quinta; para Bunbury fue la segunda y para mí la sexta, etc. La primera vez que vi a Leiva todavía era el cincuenta por ciento de Pereza. Nos conocimos la cuarta vez que yo lo vi, la tercera para él. Yo estaba en un garito cualquiera después de un concierto, cuando Leiva se acercó con su paso elástico, y se sentó sin más. No es la primera vez que me sucede, empiezas con unos y acabas con otros; es difícil determinar la fecha exacta en la mayoría de los casos, pero ese día lo recuerdo igual que se quedan grabados en tu memoria sucesos modestos sin saber por qué, como cuando de niño pisé una oruga sin querer, o el olor acre de los fuegos artificiales de las fiestas de San Juan. Reconozco que en aquella época la música de Leiva no me atraía demasiado, así que no mostré mucho interés. Pienso que los amigos son una cosa seria; por ello a medida que me hago mayor cuido mejor a los antiguos y me resisto a los que puedan surgir; la amistad requiere demasiada energía, y tengo muchas cosas que hacer. Pero cuando te dedicas a esto conoces gente constantemente, caras que aparecen delante de la tuya y se esfuman al momento siguiente sin que recuerdes sus rasgos; ojos, narices, bocas que se abren para preguntarte cosas y recitar tus canciones como si fuesen suyas y tú ya no tuvieses nada que ver con ellas. En ocasiones te aferras a alguien buscando calor, igual que el pastor se apretuja contra las ovejas durante el vendaval. Pocas veces encuentras algo más, algo que perdure más allá de una cama deshecha o una conversación en un bar de carretera bajo una sombrilla de helados Camy. Incluso con desgana, aquel día yo hablé y hablé, cualquiera que me conozca lo sabe: no callo ni debajo del agua, como se suele decir. Me gustaría ser más circunspecto, un tipo serio, de esos que parece que reflexionan con cuidado sobre lo que los rodea y aguardan el momento preciso para soltar una frase sublime que te deja boquiabierto. Pero no, soy incapaz de ocultar mis opiniones, incluso las más triviales; si mi cabeza alberga frases sublimes, no le doy tiempo a madurarlas porque le sucede algo, no puede dejar de funcionar, y esa parte de mi cerebro que se ocupa del lenguaje debe de estar averiada, ya que nunca descansa. Con el tiempo lo he asumido (me parece lo más inteligente). El caso es que me lancé a hablar —no sé de qué; de todo, seguramente—, mientras Leiva escuchaba con atención como si lo que yo decía le pareciese importante, hasta que finalmente dijo que le gustaban mis canciones. No fue para mí una novedad porque la mayoría de las personas con las que hablo me lo dice en algún momento y es algo que ya ni percibo; quizá creen que es lo que deseo escuchar y me complacen, aunque nunca sabré si son sinceros porque admiradores y aduladores se confunden entre el gentío. A Leiva le creí, y me sentí orgulloso de mí mismo por un instante. Yo sabía que mis canciones eran buenas, aunque solo fuera porque hablaban de mí con sinceridad, la parte más honesta de mí mismo. Me lancé de nuevo y divagué sobre ellas sin parar, de aquello que me inspiró para modelarlas poco a poco, mencionando títulos que siempre me costaba encontrar varias noches de insomnio. Él confesó que no se sabía mis títulos y prefería que le hablase directamente de las letras. La primera en la frente, merecida tal vez. No me amilané y recité versos al aire, palabras grabadas a fuego en mi memoria; pero tuve que repetirle algunos, iba demasiado rápido. La segunda en el pecho, una pizca cruel. Finalmente admitió que no había escuchado todavía mi último trabajo y entonces me callé. Uno de esos momentos en que te das cuenta de que el planeta gira, aunque tú ya no estés en él. Admito que no fue un comienzo prometedor. Por qué te haces amigo de unos y no de otros es siempre un misterio; nunca se sabe dónde se esconde esa persona que un día saludas sin mucho afán con un gesto de la barbilla y poco después le suplicas que sea tu padrino de boda. Con su sombrero negro y