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La vida que nos separa

Author/Uploaded by Chufo Lloréns

A mis queridos hermanos, † Marioles Barbat, † Eduardo Dualde, Andrés Barbat, Laura Barbat, † Jaime Iturriaga, Jorge Barbat, Maria Soler, Patricia Barbat y Luis Gilabert. A Cristina, que ha llevado el timón del barco de mi vida, hasta las aguas mansas de mis 91 años. A Ana Liarás, que ha sido mi editora durante mi trayectoria como escritor. PRIMERA PARTE 1La mala noticia 1977 Una mujer joven desh...

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A mis queridos hermanos, † Marioles Barbat, † Eduardo Dualde, Andrés Barbat, Laura Barbat, † Jaime Iturriaga, Jorge Barbat, Maria Soler, Patricia Barbat y Luis Gilabert. A Cristina, que ha llevado el timón del barco de mi vida, hasta las aguas mansas de mis 91 años. A Ana Liarás, que ha sido mi editora durante mi trayectoria como escritor. PRIMERA PARTE 1La mala noticia 1977 Una mujer joven deshecha en llanto, que intentaba contener las lágrimas con un pañuelo húmedo, salía de una portería de la calle de Muntaner, en un barrio señorial cercano a la Diagonal. La mañana era luminosa, pero no para ella. Los tranvías bajaban ruidosos por la empinada vía, el vecino del colmado la saludó como de costumbre, al igual que la portera de la finca de al lado, pero ella ni los vio ni los oyó. Decidió ir caminando hasta su piso en la calle del Obispo Sivilla porque necesitaba que el aire le diese en la cara y recuperar el aliento. Pese a la distancia y a la pronunciada pendiente, metida en sus pensamientos el tiempo se le pasó sin sentir, y cuando empujó la cancela del portal se dio cuenta de que su mente había entrado en bucle, que giraba y giraba en torno al mismo tema como una única nota discordante puesta en el pentagrama de su vida. Mariana Casanova evitó a la portera, entró en el ascensor y subió hasta la segunda planta. Buscó afanosa la llave en su bolso y, al no encontrarla, llamó al timbre. Al cabo de unos instantes Petra le abrió la puerta. La chica, que atendía al matrimonio Lozano desde hacía ya siete años y conocía bien a su señora, la vio desazonada, pese a que Mariana se había esforzado por borrar de su rostro las huellas del llanto. —¿Qué le ocurre, señora? —Nada, Petra… Se me habrá metido una mota de polvo en el ojo. Además, me duele la cabeza. A la vez que cerraba la puerta, Petra se ofreció: —¿Quiere que se lo mire? —Déjalo. Voy a echarme un rato, no comeré. Supongo que el señor, como de costumbre, tampoco vendrá… Si me duermo, ve a buscar a Rebeca al parvulario. —Sí, señora. Y cuando los otros dos lleguen les daré la merienda, no se preocupe y descanse. —¿Diego ya ha comido? —Se ha tomado el biberón como un santo. —Si me llaman por teléfono, di que no estoy. —¿Para nadie? —Mis padres no llamarán. Si es mi hermana Alicia, dile que estoy descansando y que la llamaré más tarde. —¿Y si es su otra hermana? —¿Marta? No creo que llame. Se ha ido de vacaciones ya con sus hijas. Antes de refugiarse en su dormitorio, Mariana entró un momento en la habitación donde dormía Diego. El niño descansaba como un bendito, y la visión de su sueño plácido la tranquilizó un poco. Al salir del cuarto se cruzó con Toy. El pequeño yorkshire que había regalado a sus hijos se acercó a ella mansamente, sin ladrar, como si intuyera que su dueña no estaba para fiestas. Mariana lo acarició un instante. Luego, ya en la habitación conyugal, cerró la puerta, pasó el pestillo, se quitó la chaqueta, ajustó los postigos y, en la penumbra, se acostó en la cama. La cabeza estaba a punto de estallarle. No podía creer lo que su padre le había dicho delante de su madre, quien, por una vez en la vida, se había quedado muda mientras hablaba su marido. El hombre, prudente y cariñoso con su hija, como siempre, había restado importancia al asunto. Sin embargo, el resultado era demoledor. Mariana sentía que su pensamiento funcionaba como una noria, y volvía una y otra vez al diálogo sostenido con su padre. Tenía el pálpito de que algo iba mal. —Verás, hija, esta mañana me he encontrado a Pascual Campins, ya sabes, el abogado del Colegio de Médicos —le había contado su padre—. Se ha acercado a mí con mucho interés, ya que estaba hablando con dos personas en la barra del Sandor y se ha despedido de ellas precipitadamente para venir a mi encuentro. Yo volvía por la plaza de Calvo Sotelo, de comprar unos zapatos, nos hemos saludado y, tras preguntarme por mamá y por vosotras, ha entrado en materia. «Bueno, Pedro», me ha dicho, «por fin hemos cobrado… He de confesarte que había empezado a pensar mal, pero siendo tu yerno me costaba mucho creerlo». Mariana había comenzado a palidecer y una nube de sospecha ensombrecía sus ojos, que en aquel instante eran dos interrogantes. —«¿Qué es lo que hemos cobrado, Pascual?», le he preguntado. «¡Qué va a ser! Las acciones de la sociedad de los terrenos de Sant Feliu, las que compré a instancias tuyas», me ha dicho Campins. «No ha sido un gran negocio. Finalmente, el viernes pasado Sergio, tu yerno, me trajo el dinero al despacho… No he ganado nada, pero ¡me conformo con no haber perdido! Me ha costado un poco perseguirlo… Imagino que tú ya has cobrado». «Sí, claro… Hace tiempo», le he contestado. Mariana, he de decirte algo, y te ruego que te lo tomes con calma porque sin duda se trata de un malentendido. Mariana Casanova conocía bien a su padre. Era un hombre que iba al grano, así que era mala señal cuando comenzaba su exposición con circunloquios. —La verdad, Mariana, me he quedado de piedra… Imagino que todo tendrá una explicación. Pero yo le entregué mis dos millones de pesetas mucho antes que Campins… Cuando Sergio me preguntó si podía visitar a algún amigo mío para venderle acciones se lo recomendé a Pascual, y hoy me entero de que, aunque por lo visto le ha costado, ya ha cobrado, y a mí no me ha dicho nada. Mariana estaba pálida como la cera. —¡Papá, no me digas eso! Su madre le apretó la mano en tanto que su padre proseguía: —No tiene importancia, hija, aunque no es que me sobre el dinero, que para mí dos

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